En términos generales, se podría decir que en la última década del siglo XX se presencia un proceso de asistencialización de la política social argentina. Es decir, hay un cambio fundamental en la intervención sobre el mercado de trabajo, que desregula completamente las formas de salarización y el sistema de seguros sociales, incluso privatizando parcialmente una parte de ellos. Hay una fuerte caída de la calidad de la cobertura de los sistemas universalistas del Estado y la desaparición completa del sistema de servicios públicos como tales, quedando sólo una laxa y cuestionable regulación en su lugar. Por último, adquiere una centralidad inmensa la política asistencial, tanto que gran parte de la legitimidad sociopolítica del Estado argentino parece pasar a depender de esa política asistencial.
Como se
sabe, la crisis del modelo de crecimiento económico y de las formas de
intervención del Estado Social trajo aparejada una paulatina degradación de las
condiciones de generación de empleo y de financiación de la estructura de la
protección social. Durante la segunda mitad de los años ’70 y durante los años
’80 la Argentina presenció el crecimiento de la pobreza, la caída en la tasa de
generación de empleo, la saturación del sector cuentapropista y las pérdidas de
posición de los salarios reales y de la calidad de la protección social de los
asalariados. La alta homogeneidad social relativa que caracterizaba al país
comenzó a abrir paso a procesos “centrífugos”. El cambio en las formas de
acumulación de los años ’90 agravó y consolidó este proceso en vez de
detenerlo. El empleo se estancó, y un proceso de reemplazo de empleo estable
por empleo precario afectó a una parte importante de los asalariados; el sector
cuentapropista perdió su carácter de alternativa de mayores ingresos y se
transformó en refugio para desempleados sin cobertura; la degradación
financiera de la protección social abrió paso a una pérdida de calidad de la cobertura
y a la privatización de una parte creciente de los servicios; la pobreza
comenzó, finalmente, a mostrar caras cada vez más complejas: a la pobreza
estructural del migrante interno que no accede a una mayor calidad de vida se
agregó la del asalariado desempleado o la del cuentapropista insertado cada vez
más precariamente en un mercado en franco proceso de achicamiento; al freno de
la movilidad social ascendente se le sumó la movilidad social descendente y
principios de aislamiento de sujetos y colectivos que bordean situaciones de
exclusión.
La política
social argentina sigue de cerca y consolida estos procesos sociales. En ello
repite la experiencia de otros países occidentales y agrava además la situación
con algunas de sus propias singularidades. Adaptándose a las condiciones de
funcionamiento de los capitalismos de fin de siglo, la intervención social del
Estado viró en casi todas partes hacia la búsqueda de formas de reinsertar
sujetos que habían perdido su calidad de asalariados (y con ella toda forma de
protección pública); y/o (según los casos nacionales) hacia la búsqueda de
formas de proteger sujetos cuya salarización es de tan baja calidad que ya no
garantiza el acceso a una protección social abarcativa. En Argentina se
verifica, también, el pasaje desde un Estado predominantemente regulatorio de
una sociedad salarial a un Estado que sólo compensa parcialmente la degradación
de aquélla. En los términos propuestos, a la degradación propia de la relación
salarial como vector de integración social sucede la deconstrucción sistemática
del complejo de intervenciones en el centro y la multiplicación, bastante menos
sistemática, de políticas en las márgenes.
En el ámbito de la política laboral, la ley ya no garantiza que una relación salarial formal esté organizada de manera de proveer los ingresos monetarios mínimos para la subsistencia del asalariado/a y de su grupo doméstico. Las leyes de empleo de 1991 y las subsiguientes neutralizaron el efecto del salario mínimo, al sujetarlo a una negociación colectiva macro que culminó en la práctica en un congelamiento de los mínimos para toda la década. La tutela contractual homogeneizante de una relación salarial estable dejó lugar a un paraguas jurídico laxo, bajo el cual conviven contratos enormemente heterogéneos. La flexibilización contractual, pensada para adaptar la estructura del empleo a nuevos procesos productivos, redundó en la Argentina en procesos de precarización laboral.
La aparición
de las curiosamente denominadas “políticas activas de empleo” por parte del
Estado nacional y algunos Estados provinciales y municipales completa esta
transformación. El achicamiento del mercado de trabajo es tal, que se trata de
crear instancias alternativas de obtención de ingreso monetario. Esas
instancias revisten para sus receptores el carácter de relaciones salariales, a
pesar de que formalmente sean presentadas como programas asistenciales de tipo
workfare, es decir subsidios a desempleados con contraprestación en forma de
trabajo. La creciente extensión e importancia política de estos programas da
cuenta de las profundas modificaciones de la estructura del empleo en la
Argentina.
Completando la mutación de la política social, a los cambios en el funcionamiento del mercado de trabajo y en la política laboral se sumó la transformación sustancial del sistema de seguros sociales. El sistema previsional 28 y el sistema de seguros de salud, principales componentes de la seguridad social argentina, fueron parcialmente privatizados y sus componentes de redistribución intergeneracional o intersectorial severamente restringidos. La seguridad social ya no tenderá a homogeneizar la condición salarial entre los extremos, sino que reproducirá en la calidad de la atención de salud y en las prestaciones de retiro el éxito relativo de cada individuo en los ingresos de su vida activa.
Las
políticas universales del Estado argentino acompañan también la tendencia. El
sistema educativo público sufre hace bastante tiempo de una degradación de la
calidad de la enseñanza en sus tres niveles. Este proceso revela
irracionalidades sistémicas que son incluso independientes de la variable
presupuestaria. La descentralización hacia el nivel provincial del nivel
secundario, sólo parcialmente acompañada de transferencia de recursos acordes,
ha agravado la degradación. La tendencia a una educación de calidad
diferenciada entre sector público y privado es visible, y está sólo frenada
probablemente por la relativamente baja competitividad que ha ofrecido hasta
ahora la enseñanza en el propio sector privado. La racionalización de recursos
que encubren los decretos de Hospitales Públicos de Autogestión, llevando en
muchos casos a los hospitales públicos al límite de la pérdida de la calidad de
gratuitos, completa la nueva estratificación de gasto y calidad de prestaciones.
Como tendencia general, el aspecto asistencial de las políticas sociales ha pasado a ser el ámbito fundamental de las nuevas formas de intervención social del Estado argentino durante los años ’90. El Estado argentino ha optado políticamente, en el contexto de sus opciones de gobernabilidad (alianzas, límites fiscales y elecciones de política económica) por multiplicar y –recientemente– sistematizar los programas que brindan asistencia alimentaria y nutricional, asistencia de salud y empleo temporario.
Estos
programas han tomado una creciente centralidad, al punto que se asocia –en el
discurso mediático, en la práctica estatal, en los diagramas burocráticos, en
los usos de las organizaciones comunitarias, etc.– “políticas sociales” a
programas y políticas asistenciales.
Si la
desregulación que demanda el capitalismo posestatista diluye una parte
importante de la fuerza integratoria y de los parámetros de protección que
brindaban las relaciones salariales, la degradación del empleo y de las
condiciones de vida de un sector importante de la población potencia a la vez
las necesidades de intervención asistencial del Estado. El resultado es una
“fuga” hacia formas masivas y sistemáticas de asistencia social descentralizada
en niveles subnacionales, semiprivatizada en organizaciones no gubernamentales
religiosas y comunitarias, y cofinanciada por organismos multilaterales como el
Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Internacional de
Reconstrucción y Fomento (BIRF o “Banco Mundial”). Los organismos
multilaterales, claro está, aparecen con el doble rol de posibilitar el
financiamiento de una parte de la intervención social del Estado nacional y de
condicionar y monitorear las formas de esa intervención. La política
asistencial, tradicionalmente asociada a la caridad, la filantropía o el
clientelismo, pasa a ser sinónimo de eficiencia y eficacia en el uso de
recursos públicos, y de justicia distributiva en el plano de la legitimación de
las formas de intervención del Estado.
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