UN POCO DE HISTORIA
Durante la década de los setenta y comienzos de los ochenta proliferaron en América Latina los estudios de los nuevos movimientos sociales. La peculiaridad latinoamericana fue que la visibilidad de estas formas de acción colectiva coincidió con el cierre (mayor o menor, según los casos) de los canales institucionales de expresión de demandas sociales: dictaduras militares que negaban a los partidos políticos su rol de articuladores de intereses; represión política que afectaba a sindicatos y otras organizaciones populares; aparatos estatales sordos a las demandas de la población.
La cuestión era entonces dilucidar si estas formas de acción
colectiva eran un fenómeno
“genuinamente nuevo” o una respuesta coyuntural al cierre
de los canales instituidos.
La transición a gobiernos constitucionales implicó una revitalización de partidos políticos y un énfasis en la institucionalización, que privilegió los esfuerzos de construcción de las instituciones propias del sistema político guiadas por una lógica de la “gobernabilidad”. A partir de ese momento, cuestiones ligadas a la construcción de ciudadanía, al reconocimiento de derechos y a la participación han estado a la orden del día.
La articulación entre las demandas sociales
expresadas en diversas formas de acción colectiva y en movimientos sociales y
partidos políticos; así como la articulación entre los
movimientos sociales y las instituciones del Estado, en su papel de garantes de la ampliación de los derechos
ciudadanos reconocidos por el Estado, no
han sido ni son sencillas. Además, el proceso no es necesariamente lineal y
acumulativo, en la medida en que distintos modelos de organización
económico-política se han ido sucediendo y alterando en este período.
Si la década de los ochenta fue, en términos
de la CEPAL, una “década perdida”, y la de los
noventa, la década neoliberal por excelencia, el panorama desde
comienzos de este siglo es mucho más
heterogéneo. El neoliberalismo implicó un fuerte predominio de las fuerzas de mercado, una apertura de las economías y
procesos de privatización. En términos sociales, la decadencia del Estado de Bienestar trajo consigo un aumento
notorio de las desigualdades y la polarización
social, acompañado por políticas públicas “focalizadas”, ancladas en un modelo asistencialista productor de exclusión y
marginación. Las tendencias hacia el individualismo y hacia relaciones sociales
definidas en términos
mercantiles siguiendo una pura lógica de intereses, actuaron en desmedro de
acciones y movimientos colectivos. Las políticas de ajuste y reestructuración económica implicaron,
de hecho, la postergación de las demandas sociales y una retirada de la justicia
social y la equidad como preocupaciones privilegiadas en el escenario
político.
En este contexto
histórico, asistimos en la primera
década del siglo XXI a una transformación del escenario
público-político. En esta nueva etapa,
en varios países
de la región
–Argentina, entre ellos– se recobra y se renueva la demanda social
expresada en acciones colectivas y en movimientos sociales, que buscan
articular sus demandas con la acción estatal.
VOCEROS E INTERMEDIARIOS: MOVIMIENTOS SOCIALES Y ONGS.
El panorama mundial de los actores sociales
se ha transformado profundamente en las últimas
décadas. Hasta los años setenta, el tema de la democracia y la participación
estaba centrado en el sistema
político: partidos políticos y elecciones para la transformación social
democrática, guerras de liberación para las situaciones revolucionarias.
El Estado estaba en el centro; las
estrategias de la toma del poder eran el eje de la discusión. Inclusive los
actores corporativos tradicionales
–la burguesía, el movimiento obrero, los militares, la Iglesia– eran mirados fundamentalmente en cuanto a su
capacidad de intervenir en el espacio político del poder del
Estado. Los otros actores sociales
eran débiles; lo que había eran protestas y demandas (frecuentemente en clave
clientelística) frente al Estado, o espacios de sociabilidad y de refuerzo
cultural local.
En el plano internacional, la centralidad del aparato del Estado llevaba a acuerdos y convenciones, elaboradas y ratificadas por los gobiernos. La sociedad tenía poca cabida directa y poco espacio en ese mundo. Pero por debajo de esta realidad había otra. Oculta, apenas visible, confusa. En 1975, el mundo recibió con sorpresa y asombro el fermento social de las mujeres en los foros y conferencias paralelas a la Conferencia Internacional en México. La acción no estaba en la Conferencia Intergubernamental sino afuera, en la multiplicidad de propuestas y eventos con que el movimiento internacional de mujeres acompañaba y confrontaba a la Conferencia oficial.
La visibilidad y reconocimiento internacional de las ONGs es un
indicador de cambios organizativos e institucionales muy vastos.
En efecto, a partir de los años setenta,
hacen su aparición en el escenario público, y van cobrando creciente importancia, formas de articulación de intereses y agrupamientos, que dirigen sus demandas
simultáneamente en el nivel de cada Estado
y en el espacio transnacional. En el plano
internacional, la red de organizaciones sociales ha tenido un papel central en
la elaboración de un marco
interpretativo de los derechos humanos y de la defensa y promoción de derechos de categorías y grupos específicos (niños y niñas, derechos
ambientales, defensa de pueblos originarios, movimiento feminista,
etc.) (Keck y Sikkink, 1998). Los resultados están a la vista con la ampliación de los acuerdos internacionales,
pactos, convenciones y tratados, y la creciente
ratificación de los mismos
por parte de gobiernos nacionales.
DERECHOS HUMANOS Y CIUDADANÍA INTERNACIONAL
No hay un status de ciudadanía internacional
o cosmopolita en un momento en el que se necesitaría
tenerlo. El sistema económico globalizado no tiene un marco político que
garantice la igualdad entre la gente.
Lo que tenemos para el ejercicio de una ciudadanía internacional o cosmopolita son los sistemas de derechos humanos. Estos sistemas de
derechos humanos no son solamente un
sentimiento, una lucha o una protesta, sino que son aspectos del derecho positivo, que se usa y al
que se puede recurrir. La región latinoamericana forma parte del Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos, con la Comisión y la
Corte. Y está todo el sistema universal de las Naciones
Unidas, que empieza
a ser derecho positivo con la aprobación de los dos pactos,
el de los derecho civiles
y políticos y el de los derechos económicos, sociales y culturales.
No hay ninguna razón teórica para esta diferencia, y gran parte del trabajo es
sobre la indivisibilidad de los derechos.
En el plano nacional, en plena dictadura, estos movimientos eran expresiones de demandas que podían ser leídas como parte de la oposición política y social al régimen. A menudo se trataba de acciones colectivas con objetivos y demandas específicas y limitadas. Así, en las transiciones, algunos movimientos urbanos se constituyen en actores sociales con reconocimiento institucional y con un lugar oficial de representación, especialmente en los gobiernos locales. Hay municipalidades donde existen espacios para la expresión de las demandas ciudadanas, para el control ciudadano de la gestión y para la cogestión entre gobiernos locales y organizaciones sociales, inclusive ampliando el espectro de la participación institucionalizada (quizás el ejemplo más conocido es la gestión de los presupuestos participativos, originariamente desarrollada en Porto Alegre, Brasil).
Otros movimientos sociales tuvieron
recorridos diferentes. Varias de las demandas de los movimientos de mujeres y de los movimientos de derechos humanos
fueron incorporadas en la agenda
social y política de la transición. Así, algunos de los argumentos de la
crítica social del feminismo han
penetrado las organizaciones corporativas, los sindicatos, las organizaciones
de negocios, el Estado o la
Iglesia. Se ha generalizado el debate sobre la discriminación de las mujeres, la lógica de la igualdad (de oportunidades), las transformaciones
en la estructura legal, incluyendo (en el límite)
el reconocimiento social
y político de ciertas violaciones a los derechos
de las mujeres, como la violencia doméstica
(aunque todavía no la violación
matrimonial). Desde la perspectiva del reconocimiento y aceptación de la diversidad de opciones sexuales
los cambios han
sido muy significativos, al
punto de la gradual extensión del
derecho al matrimonio de manera
igualitaria. También se ha extendido la incorporación de las cuestiones de la reproducción y la sexualidad en la clave de derechos con debates
acerca de los derechos sexuales
y reproductivos
(incluyendo, en el límite, el debate sobre la despenalización y legalización
del aborto) instalados en la sociedad.
En el plano internacional, en las últimas
décadas, han surgido y se han fortalecido redes de ayuda
internacional (del Norte hacia el Sur) dirigidas a intervenir en las
situaciones de exclusión económica y de opresión política en el Sur
(y en el Este europeo). Si bien algunas de estas redes son muy asimétricas (los dadores del Norte definen
los temas y eligen a los receptores y canales del Sur), otras comienzan a mostrar
una mayor reciprocidad y
simetría, no en términos del flujo de recursos sino de ideas y de
prioridades. El campo de los derechos humanos y el mundo de las mujeres constituyen las áreas donde este fenómeno
se ha extendido más; el movimiento ambientalista va en el mismo camino.
En las sociedades latinoamericanas, las
protestas colectivas y los movimientos localizados de hace unas décadas se fueron institucionalizando y
transformando en organizaciones más formales,
constituyendo un nuevo sector –el llamado Tercer Sector, diferente del Estado y
del mercado, compuesto por
organizaciones privadas sin fines de lucro, auto-gobernadas y con algún grado de actividad solidaria, orientadas a intervenir en favor de
sectores sociales discriminados o desposeídos. En realidad, se
trata de un sector muy heterogéneo, donde interesa distinguir dos
tipos de organizaciones: las que son estructuralmente mediadoras y las conformadas por los/as propios/ as
beneficiarios/as. En el primer tipo, su papel mediador es entre el Estado y las demandas de los
sectores populares; entre movimientos y organizaciones internacionales y las necesidades locales; entre la cooperación
internacional y los destinatarios finales
de su ayuda. Estas organizaciones, conformadas a menudo por profesionales,
trabajan para ampliar parte de redes, tanto nacionales como
en su vinculación internacional (vinculación
ideológica y financiera), y cuentan con una estructura organizativa con
reglas de funcionamiento propias y con una creciente
legitimidad en ámbitos
gubernamentales. Hay organizaciones especializadas en un tipo de demandas o de derechos
de poblaciones que no tienen voz propia
En el modelo
neoliberal, que incluyó
la idea de la subsidiaridad del Estado, las ONGs fueron
elegidas, por parte de programas inter- nacionales de asistencia, como
canales de transferencia de
recursos. En este sentido, las organizaciones no gubernamentales nacionales y
sus vínculos internacionales, a
través de la constitución de un núcleo de profesionales de la promoción y de voluntarios de la solidaridad, fueron
convirtiéndose en un nuevo actor en el escenario social de los procesos
de democratización.
La densidad de organizaciones no gubernamentales y la presencia de las agencias
de cooperación internacional
varían según los países: en los más pequeños y pobres, el peso de la cooperación internacional y de ONGs
directamente vinculadas a esta cooperación es enorme (Bolivia y Nicaragua, por ejemplo). En países grandes y/o más
desarrollados, la cooperación internacional tiene menor peso, y las ONGs locales constituyen una de las formas de organización de la sociedad civil. Su
dinamismo y fuerza dependen entonces
de la modalidad de relación entre el
Estado, los partidos políticos y las organizaciones sociales. En los años
noventa, frente al predominio de políticas económicas
neoliberales que intentaban limitar el papel del Estado benefactor, las organizaciones no gubernamentales se fueron convirtiendo en intermediarias entre los desposeídos y el
poder, o en organizaciones compensadoras de lo que el Estado no proveía. A menudo, al hacerse cargo de los/as
excluidos/as, de los y las que no tienen
voz, estas redes de organizaciones se convirtieron en voceras –sea
auto-designadas o autorizadas– de las víctimas
de violaciones en dictaduras, de los/as excluidos/as económicos/as en dictaduras y democracias, de las minorías
discriminadas, representándolos/as frente al
poder. A veces, estos procesos tomaron la forma de movimientos
democratizadores; otras, fueron una
reproducción de formas paternalistas, populistas y/o autoritarias de relación
entre las clases subordinadas y el poder.
En el discurso hegemónico neoliberal, que
promovía la contracción de la esfera de acción
estatal, se consideraba
a este Tercer Sector dentro de la lógica del “fortalecimiento de la sociedad civil”. Hay varios peligros en esta postura, porque este sector no
responde orgánicamente a ninguna base
social ni debe someterse a ninguna forma de fiscalización y control. No hay una “ciudadanía soberana” a la cual representa
o que ejerce el control en última instancia. En este sentido, podría decirse que es un sector “irresponsable” (unaccountable),
que no tiene que rendir cuentas a
nadie, excepto a la propia conciencia e ideología que guía su acción y a los requisitos que establecen quienes
otorgan su financiamiento, basados –idealmente– en la solidaridad y el compromiso.
EL NUEVO SIGLO
En una perspectiva histórica de mediano
plazo, las demandas sociales representadas en
movimientos colectivos han ido cambiando de perfil. El movimiento obrero
y el movimiento campesino tenían, en
su apogeo, proyectos de transformación social “total” (Calderón y Jelin, 1987). A partir de los años setenta, con el agotamiento del modelo de
industrialización sustitutiva
y la expansión de los regí- menes autoritarios, el espacio de los movimientos sociales, así como la mirada de los investigadores
sobre ellos, fueron cambiando. La heterogeneidad y multiplicidad de actores y de sentidos de su acción se tornaron más visibles, las reivindicaciones se hicieron más específicas, la cara de la “identidad” de los
actores en formación se hizo explícita (Evers, 1984), la cultura de la cotidianidad comenzó a ser el foco de atención.
Lo que atrajo de
estas formas de expresión fue que, a partir de lo específico y lo concreto
de la cotidianidad, a menudo llegaban
a poner en cuestión los principios básicos
de la organización social (Calderón, 1986;
Escobar y Álvarez,
1992; Álvarez, Dagnino
y Escobar, 1998). Fueron movimientos heterogéneos y
diversos, en los que la lógica de la afirmación de la identidad colectiva en el
plano simbólico se combinaba de manera
diversa con los intereses y demandas específicos.
La etapa siguiente de transformaciones
–marcada por la transición a la democracia y el predominio de la
economía de mercado– apuntó a nuevos cambios, a formas aún más diversificadas, a sentidos múltiples. El argumento de la apatía y del
debilitamiento de los lazos sociales
en función de la economía de mercado individualista, estaba a la orden del día.
En verdad, la lógica de los intereses
se hizo más visible, más transparente que antes. Pero esto no es un proceso lineal y total, y los
cambios en este siglo así lo atestiguan. Hay lugar para otras expresiones y para otras significaciones,
para actores colectivos que buscan su identidad y su lugar en el escenario
socio-político: indígenas, jóvenes,
mujeres, grupos étnicos y raciales. También hay temas que convocan: los derechos
humanos, el medio ambiente, la pobreza y la exclusión.
En este nuevo contexto, los actores sociales
y los movimientos tienen un rol doble: por un
lado, son sistemas colectivos de reconocimiento social, que expresan
identidades colectivas viejas y nuevas,
con contenidos culturales y simbólicos importantes. Por otro, son intermediarios políticos no partidarios, que
traen las necesidades y demandas de las voces no articuladas a la esfera pública, y las vinculan con los aparatos
institucionales del Estado. El rol expresivo
en la construcción de identidades colectivas y en la búsqueda de reconocimiento social, y el rol instrumental que implica
un desafío a los arreglos institucionales existentes, son esenciales para la vi- talidad de la
democracia. Más que ver la incapacidad de cooptarlos por parte de los partidos
políticos como debilidad
de la democracia, los movimientos y organizaciones extraartidarios deben ser
vistos como una garantía de un tipo de democracia, como mecanismo
de auto-expansión de sus fronteras
y de auto-perpetuación de una democratización activa y permanente.
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