Habitualmente escuchamos hablar de “derechos humanos” y de “ciudadanía”. Es común que distintas personas en diferentes contextos y circunstancias hagan alusión a ellos, y es común que el significado de estos términos varíe en los diversos usos que reciben: “todos tenemos derecho a expresarnos”, “el derecho a una vida digna tiene que ser universal”, “las dictaduras violan los derechos humanos básicos”. Incluso se justifican guerras e invasiones en nombre de la democracia y los derechos humanos. En el caso de “ciudadanía”, la diversidad de usos es igualmente amplia. Políticos y dirigentes suelen hablarle a “la ciudadanía” y en numerosas situaciones oímos acerca de nuestros “deberes como ciudadanos”. Al entrar y salir del país y al hacer trámites administrativos o jurídicos debemos llenar formularios declarando nuestra “ciudadanía”.
En la actualidad, a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
de 1948, y de todos los pactos, tratados y
convenciones internacionales posteriores, el campo de la discusión y defensa de esos derechos humanos es
amplio y complejo. Los documentos y tratados están anclados en un
principio ético universal en torno a los atributos que hacen a la condición humana, con sus aspectos tangibles
(alimentación, salud) e intangibles (dignidad, libertad, igualdad, cultura),
que merecen ser defendidos y protegidos.
Estos acuerdos (siempre parciales y
cuestionados) no son eternos. Son el producto de luchas históricas, de
conquistas logradas por hombres y mujeres que, en contextos históricos específicos, se han preocupado y ocupado
por lograr que las instituciones reconozcan y
especifiquen los
atributos humanos que deben ser garantizados, y por quienes han luchado por ampliar el acceso a estos atributos a
más y más categorías de seres humanos, previamente discriminados y excluidos en función de su género, raza, edad, etnicidad, educación, etcétera.
Si en el plano de la humanidad global
hablamos de “derechos humanos universales”, esto se traduce en acciones humanas en distintas escalas, precisamente
desde el plano global hasta las comunidades
locales, pasando por el Estado nacional, nivel en el que se define la
ciudadanía en el mundo contemporáneo.
¿QUÉ ES LA CIUDADANÍA?
En la teoría democrática, la noción de
ciudadanía está anclada en la definición legal de derechos y obligaciones que la constituyen. Hay tres ejes claves
de debate ideológico, teórico y político:
la naturaleza de los “sujetos” que serán considerados ciudadanos, el contenido
de sus “derechos”, y las
responsabilidades y compromisos inherentes a la relación ciudadanía–Estado (Jelin, 1996).
Históricamente, el tema de los derechos humanos y de la ciudadanía se inaugura en Occidente como una demanda de la modernidad, específicamente de la burguesía (y de sus filósofos) frente al poder y los privilegios de las monarquías.
Los análisis históricos y comparativos, en esta línea, se preocupan por explicar la variación en los contenidos de la ciudadanía. El clásico en el tema es T.H. Marshall, quien muestra la interconexión entre el desarrollo del Estado–nación inglés y la ampliación de los derechos de ciudadanía. Marshall plantea una progresión histórica que implica, primero, la extensión de los derechos civiles, luego una segunda etapa de expansión de los derechos políticos y, finalmente, los derechos sociales.
Estas cuestiones generales han sido, y siguen siendo, el eje de los debates y luchas sociales concretas en cuanto a la definición (formal) del/a ciudadano/a dentro de los países —o sea, el establecimiento de los límites sociales entre los/as incluidos/as y excluidos/as, sean éstos/as “extranjeros/as”, marginados/as o discriminados/as por alguna razón especial (de propiedad, educación, raza, género, o cultura).
La ampliación de la base social de la ciudadanía (por ejemplo, la extensión del voto a mujeres o a analfabetos/as), la inclusión de grupos sociales minoritarios,
discriminados o desposeídos como
miembros de la ciudadanía y el reclamo por la “igualdad frente a la ley” han
sido temas casi permanentes en la
historia contemporánea. Las manifestaciones internacionalmente más visibles
y conocidas de estas luchas
sociales son las que atañen
a la “solución final” del nazismo, el movimiento de derechos civiles en los
Estados Unidos en la década de los sesenta, las que se llevaron a cabo contra el Apartheid en África del Sur, las
reivindicaciones del feminismo para acabar
con todas las formas de discriminación de las mujeres, los reclamos de
ciudadanía de grupos étnicos minoritarios y de los pueblos originarios.
La ciudadanía puede ser encarada también en un plano más abstracto y general. En efecto, desde una perspectiva analítica, el concepto de ciudadanía hace referencia a una práctica conflictiva vinculada al poder, que refleja las luchas acerca de quiénes podrán decir qué en el proceso de definir cuáles son los problemas comunes y cómo serán abordados.
Lo importante de la tradición de los derechos humanos occidentales es la ausencia de referentes trascendentes. Al no contar con poderes últimos ni referentes sobrehumanos, no hay autoridad por encima de la sociedad, no hay un “gran juez” para dirimir los conflictos. Por lo tanto, la justicia queda anclada en la existencia de un espacio público de debate, y la participación en la esfera pública se convierte en un derecho y en un deber.
Además de la referencia a los derechos, la ciudadanía comprende las responsabilidades y los deberes de los/as ciudadanos/as. El deber tiene un imperativo coercitivo; las responsabilidades son más amplias y superan el campo de la obligación. Incluyen el compromiso cívico, centrado en la participación activa en el proceso público (las responsabilidades de la ciudadanía) y los aspectos simbólicos y éticos, anclados en inclinaciones subjetivas que confieren un sentido de identidad y de pertenencia a una colectividad, un sentido de comunidad. O sea, aquello que promueve la conciencia de ser un sujeto con derecho a tener derechos.
En el plano macrosocial, el proceso de construcción de derechos y deberes ciudadanos tiene como referente al Estado, corporizado en aparatos institucionales tales como el jurídico, el Poder Legislativo y las instituciones de bienestar. Sin embargo, ningún mecanismo de la democracia formal puede asegurar que estas instituciones sean efectivamente depositarias de una representación ciudadana plena e igualitaria.
El proceso de democratización involucra la (re)construcción de las instituciones del Estado y la transformación de las instituciones de la sociedad civil. Supone el desmantelamiento de formas antidemocráticas de ejercicio del poder (autoritarias, corporativas y/o basadas en la pura fuerza) y también un cambio en las reglas que gobiernan la distribución del poder, el reconocimiento y la vigencia de los derechos, así como los criterios que otorgan legitimidad a los actores sociales. La gente tiene que adoptar comportamientos y creencias adecuadas o coherentes con la noción de democracia, aprender a actuar dentro del renovado sistema institucional. Y los líderes políticos y las clases dominantes deben aprender a reconocer y tomar en cuenta los derechos y las identidades de actores sociales diversos y renunciar a la arbitrariedad y a la impunidad.
La construcción de la institucionalidad
democrática es un desafío a la capacidad de la
ciudadanía y las
organizaciones de la sociedad civil para promover la transformación del Estado. Corresponde a los actores de la sociedad la difícil tarea de demandar,
empujar, promover y “policiar” ese
proceso, cuando al mismo tiempo, y de manera especular, se aprende y construye ciudadanía. La creación de contextos
institucionales democráticos puede llegar a ser, entonces, resultado y a la vez estímulo para el fortalecimiento de una cultura
de la ciudadanía democrática.
El concepto de “ciudadanía” es histórico y
dinámico. Puede definirse como un conjunto de
derechos y
responsabilidades que las personas tienen en el marco de una comunidad determinada y en tanto miembros de esta comunidad. Esto implica que cada
persona debe ser tratada como miembro
pleno de una sociedad de iguales, y esto requiere el otorgamiento de derechos
de ciudadanía independientemente de cualquier otra característica de las mismas.
Es común hablar de la ciudadanía en términos de derechos civiles, políticos, sociales y culturales. Entre los derechos civiles garantizados encontramos la libertad de palabra, de pensamiento, de religión, de asociación, de propiedad, de contrato, de circulación. Suponen la igualdad de los/as ciudadanos/as ante la ley, aunque se reconocen diferencias según la edad. Los derechos políticos garantizan la participación en la vida pública y el sufragio, y dan a las personas la posibilidad de elegir y de ser elegidas como representantes. La ciudadanía social otorga a los sujetos el derecho al bienestar general, a un nivel adecuado de educación y de salud, al trabajo, a la vivienda y a la seguridad social. Finalmente, la ciudadanía cultural otorga a los grupos o colectivos sociales el derecho a vivir de acuerdo con su propio estilo de vida.
Por esta razón, una pregunta central es
saber cómo se construye ciudadanía “desde abajo”. En otras palabras, lo que importa son las maneras en que se van
ampliando las categorías de personas que son consideradas ciudadanos/as (por ejemplo,
reconocer que quienes
son analfabetos/as también son
ciudadanos/as con derechos) y cómo se
van adquiriendo más derechos. También
importa el modo en que quienes formalmente son definidos/as como ciudadanos/as
llevan adelante las prácticas correspondientes a esa condición: ¿en qué
espacios o ámbitos se ejercen
efectivamente nuestros derechos
ciudadanos? ¿En cuáles relaciones sociales? ¿Frente a qué instituciones?
¿En relación con qué demandas
e intereses?
Los escenarios de la acción pública y del reclamo y la lucha por derechos son múltiples y se ubican en diversas escalas o niveles. Correlativamente, en la sociedad hay una pluralidad de órdenes normativos que operan al mismo tiempo. Hay, por ejemplo, tribunales internacionales que juzgan los crímenes de lesa humanidad o códigos internacionales que procuran reglamentar el comercio mundial, y hay también normas y leyes propias de cada país o de cada provincia establecidas en sus constituciones y otros instrumentos normativos. Los grupos que luchan por conseguir un derecho o por proteger uno ya existente se mueven en estas escalas y respecto de esta pluralidad de órdenes normativos. Organizaciones transnacionales, por ejemplo, desarrollan su acción en contra de la contaminación ambiental a nivel global mientras que las comunidades indígenas que luchan por el reconocimiento de sus derechos sobre la tierra que habitan lo hacen en una escala local o nacional.
No obstante, suelen darse casos en que la defensa
ambiental de un determinado territorio se combina y se une
con el reclamo que una comunidad hace contra una empresa transnacional que ocupa las tierras donde aquélla está
asentada y contamina el aire y los ríos de la región. Es común que en estos casos las organizaciones y grupos que
reclaman (y los que resisten esos reclamos)
formen alianzas y articulen sus intereses. Es claro que entonces el conflicto
puede desarrollarse en varias escalas
a la vez. No es acertado pensar esta multiplicidad de sentidos y de niveles como si se tratara de esferas cerradas, separadas entre sí. Para comprender la coexistencia de sentidos y niveles debemos ser capaces de
advertir las mezclas entre ellos y cómo,
a veces, los intereses y escenarios de acción se articulan en distintas escalas
de manera armónica o conflictiva.
En suma, esta perspectiva de las nociones de
derecho y de ciudadanía tiene consecuencias importantes para la práctica de la lucha
contra las discriminaciones y las opresiones: el contenido de las
reivindicaciones, las prioridades políticas, los ámbitos de lucha pueden
variar, siempre y cuando se reafirme
el derecho a tener derechos y el derecho al debate público del contenido de las normas y las leyes. Tanto
la ciudadanía como los derechos están siempre en proceso de construcción y de cambio.
- UN PROCESO CON IDAS Y VUELTAS
El proceso dinámico de construcción de
derechos y de ciudadanía toma formas diversas. La ampliación y profundización de los mismos puede darse a través
de su institucionalización. Por ejemplo, si hoy en día la existencia de los sindicatos nos resulta “natural” es porque más de cien años atrás los/as trabajadores/as lucharon por el derecho a defender conjuntamente sus intereses
reuniéndose en sindicatos hasta entonces inexistentes. La ampliación y la profundización pueden darse también de formas menos institucionalizadas pero no menos importantes. La crítica
social del feminismo, entre otras cuestiones, ha logrado ocupar en nuestros días un lugar en la agenda
académica, política y mediática que era impensado hace cuarenta años, y muchas de sus demandas
son parte de debates habituales en diferentes espacios sociales (aunque igualmente es
cierto que muchas de esas demandas todavía no están incorporadas en las normas
jurídicas del país).
Pero no es sólo de éxitos, ampliaciones y
profundizaciones que está hecha la dinámica de este proceso.
Derechos por los que se luchó y que se conquistaron hace mucho tiempo fueron desmantelados después; discusiones que
avanzaron en un plano pudieron haber
generado retrocesos en otros, etcétera.
TENSIONES Y DILEMAS
El proceso de demanda, consolidación y
mantenimiento de derechos humanos y de ciudadanía genera tensiones o dilemas.
Algunos de ellos son constitutivos, es decir, forman necesariamente
parte de este proceso. No pueden ser
resueltos de manera abstracta sino a partir de casos concretos.
En primer lugar, somos “sujetos de derecho”
en relación con una colectividad o una comunidad
política a la que pertenecemos (generalmente el Estado–nación y, en última instancia, la comunidad humana).
Es esta colectividad la que teóricamente garantiza
los derechos. Pero como parte de esa colectividad de pertenencia también
tenemos responsabilidades
que implican participar activamente en el sostenimiento del espacio de cuidado, respeto
y autonomía de ese “nosotros/as” del que formamos
parte. Esto es, se trata del compromiso cívico con la colectividad, basado en el sentido de identidad y de pertenencia que
es, a su vez, lo que da conciencia de ser un sujeto
de derecho. La tensión entre derechos y responsabilidades o deberes de ciudadanía es permanente,
con contenidos cambiantes.
En segundo lugar, los derechos humanos son
universales, afectan a todos/as; la ciudadanía
es también universal
aunque limitada: afecta a todos los miembros
de un Estado–nación.
¿Significa esto que los derechos humanos y los de ciudadanía
necesariamente igualan o tienen como
horizonte la igualdad? El ejercicio de la ciudadanía y los derechos, ¿es
siempre realizado de la misma manera,
para todos y todas? Hay diferencias entre las personas y muchas veces los reclamos por derechos son reclamos de reconocimiento, de respeto o de tolerancia
de las diferencias: un grupo pide que
se le respete una costumbre religiosa; un sector social, que se acepte la legitimidad de determinado gusto o elección que por alguna razón
no ha sido considerado legítimo hasta ese momento, etc. ¿Cómo
entender las diferencias en el campo de los derechos humanos y de la ciudadanía?
Hay distintas maneras de encarar el tema. En
una primera perspectiva, la diferencia puede
ser concebida como inherente a algunas personas. En esta mirada, la diferencia suele convertirse en sinónimo de inferioridad y entonces las personas diferentes son vistas
como “dependientes” o como “no ciudadanas”. Las demandas
sociales enarboladas por los/as “diferentes” (inferiores) comenzaron siendo un reclamo de igualdad. La población negra en los
Estados Unidos en la segunda mitad
del siglo XX reclamaba, por ejemplo, poder comprar en los mismos comercios o viajar en el mismo transporte público que la población blanca. Por otra
parte, las mujeres venían reclamando
desde fines del siglo XVIII por su derecho al voto, que les fue otorgado en la
mayoría de los países recién durante los años 1930–1950. Más
tarde, reclamaron por el acceso a lugares y posiciones antes vetadas (desde clubes exclusivos hasta ocupaciones tradicionalmente masculinas).
Sin embargo, la igualdad literalmente
entendida puede ser engañosa o insuficiente en muchas situaciones. En
el caso del embarazo y la maternidad de una mujer trabajadora, ¿se requiere igualdad —es decir, negar la diferencia entre hombres y mujeres— o un
tratamiento “especial”, como es el otorgamiento de licencias laborales
específicas? O, para llevar el tema
a otro campo,
¿Qué podría significar igualdad de derechos en la educación de un chico discapacitado? ¿Su educación debe ser igual (en el sentido de “la misma”) que la del resto de los niños y niñas?
El énfasis en la norma de la igualdad
refuerza una concepción basada en el derecho universal natural que
reafirma que todos los seres humanos son iguales por naturaleza. Pero los seres humanos no son sólo “naturales” sino sociales e históricos, esto es,
son lo que son en tanto parte
de una sociedad o de un grupo
social y tienen una historia. En esa
otra cara de la realidad, los individuos
no somos todos iguales; la vida social y la historia nos hacen diferentes a
unos/as de otras/os. Entender la igualdad como norma abstracta puede llevar a una formalización excesiva de los derechos, aislándolos de las estructuras sociales concretas en que existen y cobran sentido. Igualdad y diferencia están
en permanente tensión.
Otra crítica a la noción de igualdad está
contenida en la universalidad de los
derechos humanos o de la ciudadanía. Esta crítica la expresan
intelectuales y activistas que defienden los
intereses de diversos grupos o sectores sociales subordinados
(feministas, intelectuales de ex colonias o países del tercer mundo, etc.), desde la segunda
mitad del siglo XX y en lo que va del
XXI. Lo que esta crítica señala es que, cuando se habla de una perspectiva “universal”, en realidad se lo hace desde los valores del hombre (varón) blanco, occidental, adulto, etc. Es decir que lo universal tiene un punto de referencia muy particular para pretenderse como tal. El problema no es la búsqueda de la igualdad universal, sino que la misma olvida que cada quien habla desde un lugar social específico y que nadie puede tener una mirada universal.
Dicho en otros términos, el tratamiento igualitario requiere que todas las personas se midan de acuerdo con las mismas normas, pero en realidad no existen normas de conducta y de cumplimiento “neutrales” o “naturales”. La formulación de leyes y reglas tenderá a estar sesgada en favor de los grupos privilegiados, dado que es su experiencia particular la que configura implícitamente la norma que se pretende universal. En consecuencia, en tanto existan diferencias grupales en capacidades, socialización, valores y estilos cognitivos y culturales, sólo tomando en cuenta dichas diferencias se podrá lograr la inclusión y participación de todos y todas en las instituciones económicas y políticas. La conclusión es clara: no es posible formular derechos y reglas en términos universales que sean ciegos a las diferencias.
La historia de las luchas
y reivindicaciones por la ampliación de los derechos
va y viene entre la igualdad y la diferencia. Las reivindicaciones planteadas en términos
de derechos remiten a un paradigma de
la igualdad pero, al mismo tiempo, las diferencias existen y muchas veces es necesario reclamar para que se las respete. Se hace difícil, por lo tanto,
mantener aquel paradigma de la igualdad universal. La búsqueda
universal e igualitaria de los derechos ha sido efectiva
políticamente puesto que permite combatir formas de discriminación y poner
límites al poder. Hablar de “igualdad natural”
ha servido para recordar que no hay “inferiores por naturaleza”
pero, a la vez, siendo iguales por naturaleza somos diferentes por sociedad,
por cultura, por historia. Entonces, ¿simplemente se
trata de reivindicar la diferencia? Esto tiene sus riesgos, ya que
las diferencias son muchas veces sinónimo de desigualdades y falta de oportunidades. ¿Y cómo luchar contra las diferencias
que son desigualdades?
Sin duda, el problema es complejo en un
espacio contradictorio y paradójico
en el que conviven el reclamo de
derechos iguales y por un tratamiento igualitario, por un lado, y el derecho a un tratamiento diferenciado y a la valorización de las especificidades de cada categoría o grupo social, por el otro. No hay una salida fácil y sencilla sino una tensión inevitable entre el principio de la igualdad y el derecho a la
diferencia. Pero esta tensión puede ser productiva. Reconocerla tiene un beneficio importante porque estimula el
debate y la creatividad, ayuda a evitar los dogmatismos y a superar
las injusticias y desigualdades.
En tercer lugar, existe otro tema altamente
controvertido vinculado a la pertenencia y al
reconocimiento de bienes simbólicos, del derecho a tener una identidad colectiva, de
pertenecer a una comunidad, de defender intereses o tener
reivindicaciones en función de ella. Nosotros
pertenecemos al género humano y a la vez a comunidades específicas. En
este sentido, las comunidades y las
culturas, en su diversidad, son los ingredientes básicos de la humanidad y dan sentido y contenido al principio abstracto de la igualdad. El tema de
la pertenencia comunitaria se vuelve problemático cuando hay una
comunidad hegemónica (normalmente un Estado–nación) que engloba a otra (y que incluso
puede pretender ignorarla o borrarla étnica
o culturalmente).
Esta cuestión aparece como urgencia política
cuando entra en juego el reconocimiento del pluralismo
cultural. Hablar de derechos culturales es referirse al derecho de grupos, comunidades, colectivos o sociedades (autodefinidas como tales) a vivir
conforme a su propio estilo de vida,
a hablar su propio idioma, usar su vestimenta y a conseguir el reconocimiento y un trato justo de parte de las leyes del
Estado–nación en que les toca vivir (y en relación con el cual suele llamárselos “minorías”). Pero no se trata únicamente de
derechos culturales. También suelen perseguirse objetivos económicos y
políticos en función de la pertenencia a grupos y comunidades dentro de un Estado–nación.
Estos intereses, demandas y derechos, plantean una nueva tensión: los derechos humanos individuales pueden llegar a ser contradictorios con los derechos colectivos. La vigencia de los derechos humanos universales no es garantía de la vigencia de los derechos colectivos de los pueblos y, viceversa, el derecho de un pueblo a vivir su propio estilo de vida puede basarse en la negación de derechos humanos básicos y en la crueldad para ciertas categorías sociales dentro de esa cultura. Éste es el tema del relativismo cultural y el respeto a las diferencias. Pensar una agenda de derechos étnicos, derechos de minorías o de grupos sociales específicos implica una profunda revisión de la noción original de los derechos humanos, concebidos desde un principio de manera abstracta y privilegiando la universalidad y los sujetos individuales por fuera de cualquier pertenencia colectiva. El planteo de los derechos de los pueblos indígenas y de las minorías, por ejemplo, supone colocar en primer plano que el concepto de derechos humanos sólo adquiere sentido en circunstancias culturales específicas. Hablar de la ciudadanía de los indígenas o de categorías específicas de la población que tradicionalmente han estado marginadas u oprimidas (esto puede incluir a las mujeres, a minorías sexuales o religiosas, a grupos de inmigrantes, etc.) implica el reconocimiento de una historia de discriminación y subordinación y un compromiso activo con la reversión de esta situación, reconociendo la inevitable tensión entre los derechos individuales y los derechos colectivos.
Esta tensión plantea otro dilema que tampoco
puede encontrar una solución definitiva y en
abstracto. Hay dos significados posibles de lo que suele llamarse
“derechos colectivos”. Los derechos
colectivos pueden referirse al derecho de un grupo a limitar la libertad de sus
propios miembros en nombre de la solidaridad de grupo o de la pureza cultural:
se trata de restricciones internas. Por ejemplo, dirigentes de un grupo religioso que reaccionan negativamente a la decisión de determinados miembros de no seguir las prácticas o
las costumbres tradicionales del
grupo. Y la noción de “derechos colectivos” puede aludir también al derecho de
un grupo a limitar el poder político
y económico ejercido sobre él por la sociedad mayor de la que forma parte. Se persigue
así asegurar que los recursos
y las instituciones de que depende ese grupo en tanto minoría no sean vulnerados por las
decisiones de la mayoría: se trata, esta vez, de protecciones externas. Es decir, ese mismo grupo religioso
es minoritario en un país cuyo gobierno nacional decide apoyar
económicamente a otro grupo religioso al que se siente más afín. Ante ello, seguramente los
dirigentes reaccionarán ante el gobierno nacional, no para conseguir una limitación interna sino para protegerse de lo que
entenderían como una situación externa injusta y desfavorable.
En las democracias liberales se tiende a
aceptar algunas “protecciones externas” para las “minorías” étnicas y otros grupos sociales subordinados pero no
se da lugar a las “restricciones internas”.
Las protecciones externas no entran necesariamente en conflicto con la libertad individual. La mayoría de tales derechos no tiene que ver
con la primacía de la comunidad sobre los individuos, sino que se basa en la idea de que
la justicia entre grupos exige que a los miembros de grupos diferentes se les
concedan derechos diferentes. Por ese camino podríamos pensar en derechos diferenciados o ciudadanía
diferenciada en función de la pertenencia a un
grupo sin que ello choque con la idea de los derechos
individuales universales.
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