En la Argentina, la condición de cambio del trabajo forzoso al trabajo libre vino de la mano de la inmigración transatlántica masiva en un contexto de expansión de las relaciones capitalistas urbanas y rurales. Hasta entrada la segunda mitad del siglo XX, el tributo y los servicios personales que las comunidades indígenas del Noroeste y Nordeste debían al encomendero colonial se transformaron en arrendamientos pagos en moneda o especie a un terrateniente propietario, o en impuestos a un Estado titular de tierras fiscales. La mano de obra flotante o estacional necesaria para las nuevas explotaciones, indígena o mestiza, se obtenía y se retenía con sistemas de trabajo semiservil –el conchabo– hechos obligatorios en la práctica por métodos represivos. El juego de la consolidación de la inserción económica internacional, la expansión de las relaciones económicas capitalistas y la inmigración transatlántica masiva, a partir de la década de 1860, contribuyeron a transformar la división social del trabajo hacia formas de salarización libre en las economías urbanas de manufacturas y servicios, aunque sólo parcialmente, con fuertes diferencias regionales, en el mundo rural y centros urbanos del interior.
Al mismo
tiempo, la rápida generalización de relaciones salariales produjo el surgimiento
de conflictos entre capital y trabajo e intervenciones estatales
predominantemente (aunque no exclusivamente) represivas. Los conflictos que la
propia época denominará “cuestión social” serán progresivamente protagonizados
por los nuevos inmigrantes asalariados, el problema de infraestructura urbana
que representan, y su “indisciplina” respecto de las condiciones prevalecientes
de salarización. La “cuestión social” despertó dos actitudes dispares entre las
cuales vacilaron la élite y su aparato estatal: la liberal reformista,
dispuesta a negociar una regulación del conflicto entre patrones y empleados
por parte del Estado y las leyes; y la actitud represiva, que asimilará esos
conflictos con una amenaza al orden social que debía ser combatida a todo precio.
Sin embargo, mientras que la primera actitud no se materializará sino
marginalmente en las intervenciones públicas y en la legislación, la segunda
estará en el origen de instrumentos represivos como la Ley de Residencia
(1902), la figura jurídica del
Estado de
Sitio y la Ley de Defensa Social (1910), las estrategias de las instituciones
policiales y penitenciarias.
La
inmigración le dará además un giro característico al mundo del trabajo urbano:
las formas asociativas de protección social. Las propias características del
empleo disponible y del mercado de trabajo, combinadas con una oferta nueva y
segmentada, hicieron de las organizaciones mutualistas una instancia clave en
la autoprotección de los trabajadores. Se manifiesta así un desarrollo, aún
incipiente, de esquemas de seguros capaces de sostener el ingreso de los
asalariados frente a los “riesgos” más acuciantes de la vida activa: la vejez y
la muerte. A principios de siglo, sólo los trabajadores de la administración
pública central (militares, maestros y administrativos) poseían sistemas de
jubilaciones y pensiones que habían comenzado a establecerse en 1877. Aunque
las asociaciones de obreros asalariados y las de origen étnico diseñaron
sistemas de protección homólogos a los de la jubilación pública, e incluso de
previsión de enfermedades y accidentes, las iniciativas del Estado para darles
extensión y sistematicidad encontraron (salvo con la Ley de Accidentes de
Trabajo de 1915, que no implicaba aportes de los asalariados) una importante
oposición gremial a sistemas que veían como expoliadores y reductores de la
autonomía de los sindicatos y sus asociados.
La política
de servicios universales, en la Argentina, aparece también vinculada al
descubrimiento de la importancia estratégica de la población y sus condiciones
de vida. Esta preocupación por la población estaba presente, como se sabe, en
las especulaciones de la élite sobre la ocupación de los espacios vacíos y la
conformación de contingentes de brazos capaces de producir trabajo y riqueza,
tal y como aparecen en los escritos de Sarmiento y Alberdi. En las últimas
décadas del siglo XIX esta preocupación incorpora los dilemas propios a las
consecuencias de la inmigración masiva: las condiciones de vida en una ciudad
sobrepoblada, la “nacionalización” cultural de los recién llegados. Es el
origen de la esfera de las intervenciones públicas universales o universalizantes,
dentro de las cuales puede comprenderse la aparición del sistema de educación
pública básica y, con el auge del higienismo, un campo propio a la sanidad y la
salud pública, diferenciado del mundo asistencial filantrópico-caritativo.
Durante los
primeros años de la década de 1880 aparecen las iniciativas, las leyes regulatorias y las primeras inversiones
sistemáticas del Estado en la creación de un sistema de educación básica de
carácter nacional. La educación básica pública fue presentada como proyecto de
ley en 1880 y aprobada luego de un fuerte debate, sumamente polarizado, entre
progresistas y católicos. El resultado fue un sistema de instrucción laica y
obligatoria hasta los 14 años de edad, que tuvo el doble efecto de sustraer la
formación básica de los sectores populares de la esfera de la beneficencia y de
la esfera eclesiástica; y de proveer una homogeneidad básica en la
heterogeneidad geográfica y cultural de la sociedad de fin de siglo. La
expansión de la escolarización primaria fue notoria, pasando de un 20% de la
población en edad escolar, según el Censo de 1869, a casi el 50% en las cifras
del Censo de 1914. Las tasas de analfabetismo, entre estos dos censos, caen por
su parte del 77% al 35%.
La educación
media pública tuvo desde sus inicios un estilo civista enderezado a proveer los
cuadros esenciales de la propia administración estatal. Aunque la
multiplicación del ingreso había sido importante, en 1914 sólo el 3% de la
población en edad registraba como matriculada. La universidad pública, por
último, continuaría siendo un baluarte de las clases dominantes hasta la
Reforma Universitaria de 1918. Ambos sectores comienzan a experimentar un
proceso de extensión e intensificación del acceso de la población durante los
años ’20 y ’30; aunque su masificación definitiva es un proceso posterior,
indivisible del cambio en las condiciones socioeconómicas de los asalariados
que se produce en los años ’40.
Antes que
los dilemas de la instrucción, las grandes epidemias –en particular la de fiebre
amarilla (1871)– sobre unos núcleos urbanos en rápida expansión determinarían
que los problemas de la salud y la enfermedad ingresaran con creciente
relevancia a la agenda del Estado, en forma de preocupación por la higiene
pública 7. Convertida la enfermedad, en particular la de tipo infeccioso, en
una “cuestión social”, el higienismo se identificaría con la civilización y el
progreso, en una lucha contra los “miasmas” que autorizarían distintos modos de
intervención para su erradicación. Así, la laicización gradual de los
establecimientos asistenciales existentes es paralela a los comienzos de la
profesionalización de la medicina y de la aparición de la preocupación pública
por cuestiones de salud, en particular con el Departamento Nacional de Higiene
(DNH).
En los años
’30, sin embargo, la salud continuaba siendo un asunto en parte privado, en
parte asociativo, en parte filantrópico-caritativo. En efecto, fuera de los
fondos previsionales que prestaban algunos servicios y de los seguros de
accidentes de trabajo previstos en la ley de 1915 pero sólo parcialmente en
pie, la Argentina siguió careciendo de esquemas de protección colectiva
sistematizada de salud. Las políticas de salud pública siguieron teniendo una
modalidad ad hoc, con el Estado coordinando intervenciones en salubridad o
control de enfermedades infectocontagiosas,
y promoviendo a las instituciones privadas (en su mayoría, una vez más,
mutualistas de base étnica) para que soportaran la mayor parte de la
responsabilidad de la atención a los sectores de escasos o nulos ingresos
monetarios. Ni las iniciativas del DNH para una mayor coordinación entre las
instituciones privadas, municipales y nacionales; ni los distintos proyectos
legislativos que en la década de 1930 y comienzos de la de 1940 proponían la
centralización o coordinación de los servicios sanitarios argentinos tuvieron
éxito alguno.
Por debajo
del mercado de trabajo libre en expansión y de las redes de protección
mutualista el sistema asistencial mantiene estabilidad relativa, en franca
continuidad respecto del pasado, como instrumento de política social en la
Argentina.
El pasaje de
la caridad de Antiguo Régimen a la filantropía liberal se manifiesta ya, sin
embargo, con cierta claridad: una población asistida fijada por un conjunto de
instituciones cerradas, la población sobre la cual actúa “la Beneficencia”,
empieza a estar definida por la asociación mecánica entre inmoralidad y miseria
en un mundo en donde la moralidad y el trabajo son vistos como instrumentos de
movilidad social ascendente. Así, el sistema asistencial que dominan la
Sociedad de Beneficiencia de la Capital y sus símiles del Interior es
problematizado por primera vez en una clave propicia a la funcionalización de
la asistencia respecto del mercado de trabajo.
El
diagnóstico que se abre camino, aunque sin convertirse en hegemónico, es que
debía revisarse el singular esquema por el cual la asistencia social era
financiada mayoritariamente por recursos públicos pero gestionada privadamente,
con niveles altos de personalismo y discrecionalidad, y con formas de control
social y político arcaicas. La propia élite estaba problematizando la
disfuncionalidad sistémica y la irracionalidad económica de una intervención
que, adecuadamente reformada, podía ponerse al servicio de la formación de un
mercado de trabajo más amplio, de mayor movilidad y de mejor calidad. El
“cambio de paradigma” enfrentó, sin embargo, una fuerte resistencia en la
opinión de una parte de la élite reacia a desmontar el dispositivo
filantrópico- caritativo y/o a extender la esfera de acción del Estado.
En los años
’30, sin embargo, la asistencia social sigue transitando el pasaje de una
filantropía no demasiado sistemática a una asistencia social relativamente
laicizada y profesionalizada. La crisis económica introdujo la idea de que la
pobreza podía ser (también) un fenómeno coyuntural propio a las oscilaciones de
la economía capitalista. Se abre paso gradualmente, así, una concepción de la
pobreza como situación que incumbe a la sociedad reparar, y una noción del
empleo como condición que el Estado debe normalizar y proteger. La asistencia
social sigue teniendo el carácter de recurso del que el Estado debe disponer
para sanear el cuerpo social, cuyo motivo esencial es una pedagogía disciplinatoria
de los sectores populares, ideada por hombres y ejecutada por mujeres sobre
mujeres, especialmente sobre el binomio madre-hijo 1157. Pero ese carácter
coexiste conflictivamente con la preocupación de “administrar una población”
constituida como “capital humano”, reorganizando las intervenciones de manera
de garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo urbana. En esta lógica,
sobre la cual se inscribiría la asistencia social moderna, se asienta el
surgimiento del Servicio Social.
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