martes, 15 de noviembre de 2022

ACCIÓN ASOCIATIVA Y CUIDADANÍA COMÚN ¿La sociedad civil como matriz de la res publica?

 Microespacios de reciprocidad, de sociabilidad y de solidaridad

El segundo argumento se centra menos en la autonomía personal que en los vínculos de reciprocidad, sociabilidad y solidaridad asociativa. Si tomamos el ejemplo de las asociaciones cívicas, sus miembros suelen estar implicados en varias asociaciones y participan de modo recurrente en acciones, reuniones o manifestaciones comunes. Acaban por conocerse entre sí, comparten experiencias y trayectorias cuando son de la misma generación, tienen relaciones de complicidad y competencia, de alianza y antagonismo, y también a veces de amistad. Pertenecen al mismo mundo, participan de la misma cultura cívica, viven las mismas efervescencias políticas, comparten la misma memoria colectiva. Utilizando el término de C. H. Cooley, una especie de sociabilidad primaria se establece en esas redes de interconocimiento y de reconocimiento. Es fundamental en el despliegue de las acciones Aprendiendo a ser ciudadanos. Experiencias sociales y construcción de la ciudadanía entre los jóvenes.

Es algo así como el reverso interpersonal de los logros públicos: se supone que la vida pública rompe con los vínculos de sociabilidad primaria, se nutre de ellos para luego desprenderse de ellos. La oposición entre las relaciones de orden privado y público tiene una pertinencia descriptiva en el sentido de que da cuenta de modos diferentes de compromiso. Sin embargo, no hay que radicalizarla. La observación muestra toda clase de tensiones entre «pertenencias», «afiliaciones» «fidelidades» de proximidad, «implicaciones personales» como consecuencia de bienes o servicios amenazados y la perspectiva de un interés general, de un bien común o una utilidad pública (Thévenot, 1999). Si las asociaciones no se hallasen ancladas en redes de sociabilidad primaria, la experiencia pública y la acción pública no serían quizá posibles.

A veces, la reciprocidad se interpreta en otro sentido, el de la lógica del don, analizada por Mauss (1925), según la cual entre los que dan y los que reciben — tiempo y energía, consideración y cariño, a veces dinero, bienes y servicios— se traman vínculos. En los lugares de proximidad, ese «toma y daca», regido por la triple regla de dar, devolver y recibir, genera una «red de donaciones entrecruzadas» entre personas agradecidas, acreedoras y deudoras entre sí. La lógica del don (Godbout, 1992; Caillé, 1997; Chanial, 2001) genera relaciones de reciprocidad y solidaridad y también de confianza y reconocimiento entre miembros que acaban sintiéndose vinculados al mismo bien común. Éste es el caso de las cadenas de ayuda mutua en las asociaciones de servicios a los mayores, en las que los más jóvenes y sanos dan su tiempo a las generaciones mayores o en las asociaciones de alcohólicos anónimos en las que los alcohólicos curados o arrepentidos ayudan a los dependientes a superar su adicción. Sea como sea, la lógica del don va más allá de un ámbito puramente comunitario: se produce también en una «sociedad de extraños» en la que se da de forma impersonal. Es el caso por ejemplo de las asociaciones de donantes de sangre que crean una especie de solidaridad universal entre vivos; es el caso también de la mayoría de las asociaciones de ayuda mutua en las que el don es unilateral y no está vinculado a condiciones de pertenencia (Revue du Mauss, 1997). En ese caso, no se puede concebir la reciprocidad como un cálculo de intereses, ni tampoco se encierra en un «entre nosotros» no inclusivo (Wuthnow, 1991: 299). La lógica del don da pie a formas de sociabilidad y solidaridad que van más allá del vínculo con grupos primarios.

En consecuencia, lo importante es que la lógica del don no se encierra en preocupaciones domésticas o comunitarias sino que se abre a la vida pública. Es un soporte de discusiones o cooperaciones cívicas orientadas hacia bienes públicos (Laville et al., 2001). Las redes de sociabilidad secundaria rebasan las meras relaciones de intimidad, familiaridad o proximidad. La vida asociativa no se circunscribe a relaciones circulares de persona a persona, no es sólo vivida en la intimidad de los pequeños círculos. Entra en juego un tercer actor, «el público» — cuyos miembros no están directamente afectados por un problema, sino que se ven implicados, sienten deseos de verdad y sentimientos de justicia sin que les mueva ningún interés; son como jueces de un tribunal de la razón o como operadores de una inteligencia colectiva. La acción asociativa no se refiere sólo a problemas de ámbito personal y no se despliega sólo en un cara a cara dentro de pequeños colectivos. La palabra asociativa suelta paulatinamente sus amarras de proximidad de las que aleja sus objetos y objetivos para desplegarse en tercera persona y dirigirse a públicos generales. Los procesos de movilización, participación y representación en asociaciones cívicas permiten que abunden los vínculos entre ciudadanos corrientes, sin presunción de estatus social, cultural o religioso. Les dan puntos de acceso a formas de experiencia pública, iniciándolos en modos de reciprocidad y también de transitividad que van más allá del toma y daca y apuntan hacia un bien público.

Redes de acumulación de capital social
Sin embargo, esas sutilezas se pierden en la problemática, muy difundida ahora, del «capital social» que ha centrado la reflexión de R. Putnam sobre la sociedad civil (Putnam, 2000). Según Putnam, el desinterés por las asociaciones sería el síntoma del deterioro del civismo republicano y del auge de un individualismo consumista.
A diferencia de las cuestiones planteadas anteriormente en el análisis en términos de reciprocidad, el capital social se reduce a otro recurso más, a otro tipo de capital a añadir a los repertorios de capitales económicos, informacionales, políticos o culturales. Ese capital social se adquiere, se invierte, se acumula y se reproduce.
Se pone el acento en los vínculos horizontales de reciprocidad que enriquecen el sentido de las normas, la cantidad de confianza y la entrada en redes que favorecen el compromiso cívico y, a través de un círculo virtuoso, densifican esos vínculos horizontales de reciprocidad. La «conectividad social» se considera un bien público en sí mismo.
Sin embargo, el análisis plantea una serie de problemas (Cohen, 1999). ¿No amenaza la reciprocidad interpersonal con encerrar a un colectivo en una pequeña comunidad? ¿Cómo pasamos de la confianza entre próximos a la confianza entre ciudadanos que no se conocen entre sí? ¿Se puede derivar el interés público de esos juegos de relaciones díadicas? Putnam utiliza para su análisis la distinción entre bonding y bridging (Gittel y Vidal, 1998). Al igual que las organizaciones fraternales étnicas o los clubes de sociabilidad elitista, las bonding associations son formadoras de «identidades exclusivas» y de «grupos homogéneos». Permiten que las clases dominadas tengan formas de apoyo mutuo, que los movimientos feminista o negro se inventen una identidad colectiva y tengan un sentimiento de orgullo o, en el otro extremo del espectro, que unos hombres de negocios se conozcan y puedan emprender estrategias comunes. Aunque pueden también —y éste es un punto que Aprendiendo a ser ciudadanos. Experiencias sociales y construcción de la ciudadanía entre los jóvenes Putnam 33 no considera— generar una desconfianza paranoica hacia el exterior y, al igual que muchos partidos revolucionarios, degenerar en grupúsculos de iluminados que reproducen el drama del terror jacobino. Sin llegar a esos extremos, pueden también reforzar procesos de discriminación o estigmatización y apoyar grupos de interés cínicamente autocentrados.
¿Cómo la lógica del capital social puede fundar la tolerancia y la solidaridad entre anónimos y, sobre todo, el consentimiento de la ley y la legitimidad del gobierno?
¿Por qué los vínculos verticales no parecen producir en Putnam más que desconfianza y desinterés? ¿Son acaso meros modos de explotación y dominación? ¿Se debe proscribir la experiencia de la autoridad pública? ¿No son capitalizables las relaciones asimétricas y no pueden resultar beneficiosas? Al imponerse a todos, ¿no es el Estado de derecho fuente de estabilidad y confianza?
¿No genera acaso normas de alcance general que no pueden surgir de modo espontáneo desde espacios de interacción? Todos esos puntos siguen siendo oscuros en Putnam que se conforma con esgrimir series estadísticas con la adhesión a formas heterogéneas de sociabilidad y de asociación y con lanzar gritos de alarma por la pérdida del sentido cívico y el desinterés por la vida política. Sin embargo, no resulta muy evidente que la confianza cívica generalizada, el consentimiento de la ley, las costumbres de cooperación, la capacidad para tolerar estilos de vida diferentes y poner entre paréntesis los intereses particulares, para compartir beneficios con los demás y escuchar respetuosamente sus puntos de vista, sean puros efectos del «capital social». Esos elementos presuponen la existencia de un Estado de derecho y, como contrapunto, el despliegue de públicos cívicos y políticos. Sin la garantía de que las leyes, los derechos y las sanciones son idénticas para todos, sin la referencia a una cultura pública encarnada en instituciones públicas y sin el reconocimiento de que los ciudadanos pueden aspirar colectivamente a bienes públicos, la noción de capital social pierde todo sentido cívico y político. Aunque la participación en partidas de bridge o de bolos, en coros religiosos y en comidas dominicales al aire libre sea sin duda fuente de sociabilidad y socialización, no por ello garantiza una mayor vitalidad de la vida pública (Boggs, 2001). Y la desmultiplicación de los vínculos sociales, contabilizada por la densidad y la frecuencia de los contactos asociativos, no basta para imbuir moralidad cívica en los ciudadanos, inculcarles el sentido de la res publica, abrir nuevos foros públicos y relanzar la creatividad política.


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