martes, 22 de noviembre de 2022

El Estado Social en la Argentina

Contra cierta idea generalizada de que hasta 1943 las relaciones entre el Estado y las organizaciones de asalariados estuvieron caracterizadas exclusivamente por el enfrentamiento y la represión, hay evidencias de un éxito relativo tanto en las medidas de lucha cuanto en los resultados de las negociaciones colectivas 13. Estas habrían comenzado a redundar en “estatutos de garantías” que incluyeron el nivel de salarios y otras mejoras, “una nueva pauta en las relaciones laborales”, cuya tendencia central habría sido la negociación. El conjunto de esquemas de seguro social efectivamente disponibles –regulados por la ley pero no obligatorios– continuó estando formado por las cajas previsionales de algunos sectores de actividad y las de accidentes de trabajo. El debate entre Estado, partidos políticos, organizaciones de asalariados y organizaciones patronales mostraba, sin embargo, un creciente consenso respecto de la extensión y la obligatoriedad del sistema de seguros sociales 14. El cambio hacia un patrón intervencionista del Estado en el nuevo dominio de “lo social” cruzaba instituciones e ideologías, constituyendo una suerte de espíritu de época, cuya complejidad no se agotaba en las nuevas necesidades económicas de un modelo en crisis.

Para todo esto, que se hallaba “en ciernes”, el período 1943-55 fue una etapa histórica clave. En esa etapa cambió la intensidad y la relación entre las dos lógicas de la intervención social, aquéllas que llamásemos lógicas de intervención “en el centro” y “en las márgenes”. Se consolidó, en primer lugar, un nuevo tipo de intervención en el centro, basada en la expansión de una condición de los asalariados protegida y regulada por el Estado. Esta condición salarial se realizó fundamentalmente a través de una mayor intensidad en la regulación pública de los contratos de trabajo; del crecimiento de los salarios reales; de la extensión cualitativa y cuantitativa del “salario indirecto” en forma de seguros sociales. Las transformaciones se pusieron en marcha por la vía de una relación menos conflictiva y más “protectiva” del Estado en los conflictos capital- trabajo, culminando en una alianza estratégica entre Estado y sindicatos que fue el sostén esencial del gobierno peronista; y que imbuyó de sus especificidades al Estado Social en la Argentina 15. Se recicló, en segundo lugar, la intervención en las márgenes, adoptando modalidades novedosas. Por una parte la asistencia social fue efectivizada por primera vez en términos de derecho ciudadano y de deuda pública, poniendo en crisis la lógica de legitimación del dispositivo filantrópico- caritativo y paraestatal, que se basaba en una correcta distinción entre pobres, la máxima profesionalización en la atención al pobre incapaz o no vergonzante y una división del trabajo con el Estado respecto del pobre capaz. Sin embargo, al mismo tiempo se descubrió el valor político de una asistencia social eficaz; y el grueso de la asistencia pública continuó siendo paraestatal, canalizándose a través del partido gobernante, con el Estado como refuerzo financiero y legal.

El aumento del salario real se convirtió en el elemento de transferencia de ingresos de índole redistributiva de mayor intensidad de la política social del peronismo clásico. La expansión salarial fue posibilitada directamente por aumentos reales, a través de negociaciones colectivas en donde los asalariados fueron apoyados fuertemente por el Estado; mientras que el sector privado fue presionado para otorgar aumentos a cambio de crédito subsidiado. Indirectamente, además, el salario real creció fuertemente por la disminución de costos clave de la canasta familiar, como el congelamiento de alquileres urbanos y los arrendamientos rurales; el de los servicios públicos, progresivamente nacionalizados; y el de los alimentos, sujetos a controles de precio y a subsidios indirectos 16.

El otro elemento clave del nuevo modelo de intervención fue la consolidación de una fuerte tutela pública del contrato de trabajo. El Estado medió en los conflictos entre capital y trabajo, aplicando como novedad la fórmula de la conciliación obligatoria, fallando en una cantidad cada vez mayor de casos a favor de los asalariados, imprimiendo intensidad y masividad a la dinámica mediadora. Las leyes regulatorias del contrato de trabajo otorgaron carácter obligatorio a las nuevas condiciones de trabajo; e incluso aparece el Fuero Laboral como parte del dispositivo tutelar de las condiciones de salarización de la fuerza de trabajo.

De la misma manera, si la tradición de un sindicalismo menos hostil hacia el Estado y más inclinado a brindar servicios sociales a sus afiliados preexiste al período 1943-45, su reconocimiento legal masivo y su transformación en sociedades capaces de recaudar aportes multiplican y extienden enormemente ese rol. La masiva afiliación de los asalariados y la creciente obligatoriedad de los aportes a fondos sociales convirtieron a las federaciones sindicales en el anclaje básico de la protección social argentina. Los antiguos Fondos Previsionales se multiplicaron y ampliaron su gama de servicios, a la vez que continuaba la diferenciación entre fondos previsionales (jubilaciones y pensiones) y fondos mutuales de salud y recreación, las “Obras Sociales”. De estos años data además la aparición de las asignaciones familiares por convención colectiva. Hacia el final del período la cobertura de riesgos de la vida activa se había ampliado enormemente (con exclusión del desempleo) y abarcaba a la casi totalidad de los asalariados formales.

El “sistema”, continuó estando armado en base a cajas autónomas, dependientes más o menos directamente de los sindicatos, y por ende fragmentadas según patrones regionales y de ramas de actividad. La tendencias clave del sistema de seguros de vejez fue sin embargo la aparición de una regulación pública que, a través del Instituto Nacional de Previsión Social (INPS), garantizó (a) la extensión de la cobertura de los fondos previsionales a la casi totalidad de los asalariados (482.000 en 1943 a 4.691.000 en 1954); (b) la homogeneización del sistema de cotizaciones y beneficios entre sectores de la retribución alcanzada en la actividad; y (d) la definitiva transformación de los regímenes de capitalización en sistemas de reparto, con fuertes tendencias deficitarias 17. En el caso de los seguros de salud, se profundiza un proceso que sólo adquiriría forma definitiva en el posperonismo. Los seguros de salud argentinos se consolidarán en forma de organizaciones mutuales cogestionadas por empleadores y gremios, sin integración formal alguna con el sistema de hospitales públicos, con un conjunto de normas que otorgarían cierta homogeneidad mínima a la cobertura pero un trasfondo de fuerte fragmentación entre ramas de actividad y regiones.

Los cambios del período 1943-1955 fueron clave también en el conjunto de políticas universalistas. En la más asentada de estas políticas, el sistema de educación pública, la etapa implicó la extensión y masificación de la enseñanza media y secundaria; y la aparición de la preocupación por estrategias de instrucción vinculadas al desarrollo económico: las necesidades productivas y las lógicas del mercado de trabajo. En salud pública el balance es ambiguo, en la medida en que los proyectos originales de centralización y semiestatización quedan relativamente truncos; y al mismo tiempo el crecimiento del sector público en salud es intenso. La expansión de la red de hospitales públicos y de su capacidad de atención serán resultado del esfuerzo presupuestario de los gobiernos provinciales y de la Fundación Eva Perón. El Estado nacional se mantuvo en estrategias de coordinación suprajurisdiccional y en el desarrollo de instituciones especializadas en atención específica; o en el desarrollo de medicamentos clave. El cambio más dramático en políticas universales provino de la estatización de los servicios públicos. Se nacionalizaron o crearon instituciones públicas de servicios en las comunicaciones, una parte importante del sistema de transportes urbanos e interurbanos, la infraestructura sanitaria y los servicios de energía. Además del impacto en el peso real del sector público sobre el Producto Bruto Interno; esto tuvo un importante impacto redistributivo en forma de universalización del acceso y reducción relativa de costos de vida.

El fuerte cambio de modelo de política social se reflejó también en la política asistencial. En los años ’30 era perceptible el avance de una visión que sintetizaba los problemas sociales en una trama única y los ligaba a un criterio de derecho ciudadano. Luego de la Primera Conferencia Nacional de Asistencia Social de 1933, el Poder Ejecutivo somete al Parlamento una Ley de Asistencia y Previsión Social, en cuyo artículo primero se lee que “todo argentino (…) tiene derecho (…) a ser reconocido gratuitamente por las autoridades públicas en los actos de desamparo ocasionados por abandono en la menor edad, desocupación, enfermedad, invalidez y vejez” 18. El proyecto inicial del Estado peronista fue de crear un sistema público de asistencia a la pobreza que integrase intervenciones sanitarias y transferencias distributivas, y que absorbiese directamente a la estructura filantrópico-caritativa. Muy pronto, sin embargo, el grueso de la política asistencial pública se canalizó a través de la Fundación de Ayuda Social Doña María Eva Duarte de Perón (más tarde Fundación Eva Perón, en adelante FEP) 19.

La FEP realizó un doble tipo de acción: la “ayuda social directa” – distribuciones de bienes (muebles, ropa, juguetes, máquinas de coser, medicamentos y equipamiento médico) y de dinero (efectivo y becas)– y el mantenimiento de una infraestructura de instituciones asistenciales –hogares de tránsito y de ancianos, proyectos de vivienda, hospitales, centros recreativos y colonias de vacaciones, proveedurías de bienes a precios subsidiados. En composición de ingresos la FEP distribuía en forma de política asistencial recursos provenientes fundamentalmente del Estado nacional y de los sectores asalariados. En composición de gastos equivalía al de varios ministerios sumados. La importancia histórica de la FEP está, sin embargo, en dos aspectos fundamentales. Todas las intervenciones llevaban como marca un discurso legitimatorio que circulaba entre la reivindicación del derecho a la asistencia social (y un enfrentamiento con la beneficencia) y la generación de un agradecimiento masivo al gobierno y a Eva misma que “politizaba” la relación FEP/Estado- receptores. En la FEP se combinaba la consolidación de una idea de obligación universal del Estado en la atención a la pobreza con el descubrimiento del potencial político-electoral de la asistencia social.

La impronta del Estado Social argentino –una tutela estatal comprehensiva y al mismo tiempo fragmentada sobre las relaciones salariales– marcó los modos de integración social de la Argentina en las décadas siguientes al peronismo clásico. Los fortísimos vaivenes políticos de la segunda mitad del siglo, quizás aún más que la inestabilidad macroeconómica, hicieron variar la intensidad y la dirección de esta tutela: los sectores incluidos y parcialmente excluidos del paraguas protectivo de un Estado semimilitarizado y feudalizado por una “sociedad civil” más fuerte que lo que una lectura superficial del proceso ha tradicionalmente sugerido. La perennidad del modelo tutelar atravesó, sin embargo, ideologías y posiciones políticas, siendo sus matices más que su espíritu general lo que las coyunturas políticoeconómicas tematizaron.

Luego del golpe de Estado de 1955, y a pesar de un breve intento de revisión general de la política social peronista, las tendencias de lo que hemos denominado política del trabajo en el período 1943-55 se consolidaron: un contrato de trabajo pautado y regulado por el Estado según formas fordistas, con un fuero laboral con impronta protectiva de los asalariados; y un sistema de seguros sociales garantes de la estabilidad del ingreso, fragmentado según líneas corporativo-profesionales pero unificado “por debajo” a través de la intervención  pública. Así, la centralización- semiestatización de las cajas previsionales se produce en 1958 20 y la consolidación de sus sistema de reglas en 1969; en 1963 la ley regula por primera vez un salario mínimo obligatorio e indexable; y en 1970 se consolida el régimen de seguros de salud de las Obras Sociales. Significativamente, una regulación jurídica unificadora de los aspectos tutelares y fordistas del contrato de trabajo –la ley 20.744– aparecerá recién 1974. Las políticas universales mantuvieron y profundizaron las tendencias anteriores, ampliando los “mínimos de ciudadanía” garantizados por la educación, la salud y los servicios públicos. Las políticas asistenciales continuaron ocupando un lugar marginal en el marco de una economía de pleno empleo y masivamente formal.

El aspecto más conflictivo y cambiante en el período 1955-76, con mayor impacto probablemente en los matices del complejo de política social fue la relación entre el Estado y el movimiento obrero organizado. La revisión del lugar clave que esta relación había ocupado en el período 1943-55 se constituyó en uno de los objetivos primordiales de los gobiernos posteriores. Estos oscilaron entre intentar el desmonte completo de un modelo socioeconómico de desarrollo tutelado por el Estado con aspectos redistributivos favorables al mundo urbano industrial y a la capacidad de consumo de los asalariados; y la revisión selectiva de los aspectos más cuestionables de ese modelo: el elevado estatismo y en particular el poder relativo de las asociaciones sindicales en la macroeconomía y las microeconomías. Esta situación politizó radicalmente al diálogo Estado- sindicatos, en la medida en que estos últimos eran al mismo tiempo los representantes políticos de los asalariados y del peronismo proscrito, partido de oposición mayoritario de gobiernos civiles y militares. Así, aspectos clave del desarrollo del Estado Social quedaron en el centro de un sistema político extraparlamentario 22.

Como se sabe, la crisis del modelo de crecimiento económico y de las formas de intervención del Estado Social trajo aparejada una paulatina degradación de las condiciones de generación de empleo y de financiación de la estructura de la protección social. Durante la segunda mitad de los años ’70 y durante los años ’80 la Argentina presenció el crecimiento de la pobreza, la caída en la tasa de generación de empleo, la saturación del sector cuentapropista y las pérdidas de posición de los salarios reales y de la calidad de la protección social de los asalariados. La alta homogeneidad social relativa que caracterizaba al país comenzó a abrir paso a procesos “centrífugos” que quedaron de manifiesto en los años ’80.

Aunque la dictadura militar de 1976-83 significó un parteaguas en la historia política y económica argentina, los cambios no redundaron en una alteración definitiva del modelo de política social. El impacto más importante se verificó en una fuerte restricción de la influencia sindical en la negociación colectiva tripartita con Estado y patronales que permitió una fuerte caída del salario real, un disciplinamiento represivo de la mano de obra y la intervención del sistema de Obras Sociales. Este disciplinamiento se apoyó en facciones del sistema sindical políticamente proclives a la propia dictadura. El disciplinamiento represivo sobre los asalariados se combinó con formas de terrorismo de Estado destinadas a neutralizar la movilización social en organizaciones comunitarias barriales que había sido una característica de los años ’70, a través de la desaparición física (por encarcelamiento o asesinato). Es la dictadura, por último, la que inicia el proceso de descentralización de la educación pública y el de privatización parcial de los servicios públicos.

La transición democrática (1983-1991) fue una etapa de crisis abierta del modelo de integración social, de las capacidades presupuestarias del Estado y del complejo argentino de política social; pero la compleja dinámica del sistema político evitó que esa crisis redundara en transformaciones sustantivas. La política laboral estuvo signada por la negociación directa Estado-sindicatos de la indexación salarial en un contexto de fuerte inflación y de convenciones colectivas congeladas. El complejo de políticas de salud fue el que estuvo más cerca de reformas sustantivas, aunque al cabo de los ’80 esas reformas habían sido sólo marginales. Los intentos de continuar la estrategia de privatización de servicios públicos quedaron también truncos. En el mundo de la política asistencial, por último, es donde se registró la aparición de la estrategia de combate a la pobreza con programas de emergencia alimentaria focalizados.

 

El Estado capitalista clásico en la Argentina -


En la Argentina, la condición de cambio del trabajo forzoso al trabajo libre vino de la mano de la inmigración transatlántica masiva en un contexto de expansión de las relaciones capitalistas urbanas y rurales.

Hasta entrada la segunda mitad del siglo XX, el tributo y los servicios personales que las comunidades indígenas del Noroeste y Nordeste debían al encomendero colonial se transformaron en arrendamientos pagos en moneda o especie a un terrateniente propietario, o en impuestos a un Estado titular de tierras fiscales. La mano de obra flotante o estacional necesaria para las nuevas explotaciones, indígena o mestiza, se obtenía y se retenía con sistemas de trabajo semiservil –el conchabo– hechos obligatorios en la práctica por métodos represivos. El juego de la consolidación de la inserción  económica internacional, la expansión de las relaciones económicas capitalistas y la inmigración transatlántica masiva, a partir de la década de 1860, contribuyeron a transformar la división social del trabajo hacia formas de salarización libre en las economías urbanas de manufacturas y servicios, aunque sólo parcialmente, con fuertes diferencias regionales, en el mundo rural y centros urbanos del interior.

Al mismo tiempo, la rápida generalización de relaciones salariales produjo el surgimiento de conflictos entre capital y trabajo e intervenciones estatales predominantemente (aunque no exclusivamente) represivas. Los conflictos que la propia época denominará “cuestión social” serán progresivamente protagonizados por los nuevos inmigrantes asalariados, el problema de infraestructura urbana que representan, y su “indisciplina” respecto de las condiciones prevalecientes de salarización. La “cuestión social” despertó dos actitudes dispares entre las cuales vacilaron la élite y su aparato estatal: la liberal reformista, dispuesta a negociar una regulación del conflicto entre patrones y empleados por parte del Estado y las leyes; y la actitud represiva, que asimilará esos conflictos con una amenaza al orden social que debía ser combatida a todo precio. Sin embargo, mientras que la primera actitud no se materializará sino marginalmente en las intervenciones públicas y en la legislación, la segunda estará en el origen de instrumentos represivos como la Ley de Residencia (1902), la figura jurídica del

Estado de Sitio y la Ley de Defensa Social (1910), las estrategias de las instituciones policiales y penitenciarias.

La inmigración le dará además un giro característico al mundo del trabajo urbano: las formas asociativas de protección social. Las propias características del empleo disponible y del mercado de trabajo, combinadas con una oferta nueva y segmentada, hicieron de las organizaciones mutualistas una instancia clave en la autoprotección de los trabajadores. Se manifiesta así un desarrollo, aún incipiente, de esquemas de seguros capaces de sostener el ingreso de los asalariados frente a los “riesgos” más acuciantes de la vida activa: la vejez y la muerte. A principios de siglo, sólo los trabajadores de la administración pública central (militares, maestros y administrativos) poseían sistemas de jubilaciones y pensiones que habían comenzado a establecerse en 1877. Aunque las asociaciones de obreros asalariados y las de origen étnico diseñaron sistemas de protección homólogos a los de la jubilación pública, e incluso de previsión de enfermedades y accidentes, las iniciativas del Estado para darles extensión y sistematicidad encontraron (salvo con la Ley de Accidentes de Trabajo de 1915, que no implicaba aportes de los asalariados) una importante oposición gremial a sistemas que veían como expoliadores y reductores de la autonomía de los sindicatos y sus asociados.

La política de servicios universales, en la Argentina, aparece también vinculada al descubrimiento de la importancia estratégica de la población y sus condiciones de vida. Esta preocupación por la población estaba presente, como se sabe, en las especulaciones de la élite sobre la ocupación de los espacios vacíos y la conformación de contingentes de brazos capaces de producir trabajo y riqueza, tal y como aparecen en los escritos de Sarmiento y Alberdi. En las últimas décadas del siglo XIX esta preocupación incorpora los dilemas propios a las consecuencias de la inmigración masiva: las condiciones de vida en una ciudad sobrepoblada, la “nacionalización” cultural de los recién llegados. Es el origen de la esfera de las intervenciones públicas universales o universalizantes, dentro de las cuales puede comprenderse la aparición del sistema de educación pública básica y, con el auge del higienismo, un campo propio a la sanidad y la salud pública, diferenciado del mundo asistencial filantrópico-caritativo.

Durante los primeros años de la década de 1880 aparecen las iniciativas, las  leyes regulatorias y las primeras inversiones sistemáticas del Estado en la creación de un sistema de educación básica de carácter nacional. La educación básica pública fue presentada como proyecto de ley en 1880 y aprobada luego de un fuerte debate, sumamente polarizado, entre progresistas y católicos. El resultado fue un sistema de instrucción laica y obligatoria hasta los 14 años de edad, que tuvo el doble efecto de sustraer la formación básica de los sectores populares de la esfera de la beneficencia y de la esfera eclesiástica; y de proveer una homogeneidad básica en la heterogeneidad geográfica y cultural de la sociedad de fin de siglo. La expansión de la escolarización primaria fue notoria, pasando de un 20% de la población en edad escolar, según el Censo de 1869, a casi el 50% en las cifras del Censo de 1914. Las tasas de analfabetismo, entre estos dos censos, caen por su parte del 77% al 35%.

La educación media pública tuvo desde sus inicios un estilo civista enderezado a proveer los cuadros esenciales de la propia administración estatal. Aunque la multiplicación del ingreso había sido importante, en 1914 sólo el 3% de la población en edad registraba como matriculada. La universidad pública, por último, continuaría siendo un baluarte de las clases dominantes hasta la Reforma Universitaria de 1918. Ambos sectores comienzan a experimentar un proceso de extensión e intensificación del acceso de la población durante los años ’20 y ’30; aunque su masificación definitiva es un proceso posterior, indivisible del cambio en las condiciones socioeconómicas de los asalariados que se produce en los años ’40.

Antes que los dilemas de la instrucción, las grandes epidemias –en particular la de fiebre amarilla (1871)– sobre unos núcleos urbanos en rápida expansión determinarían que los problemas de la salud y la enfermedad ingresaran con creciente relevancia a la agenda del Estado, en forma de preocupación por la higiene pública 7. Convertida la enfermedad, en particular la de tipo infeccioso, en una “cuestión social”, el higienismo se identificaría con la civilización y el progreso, en una lucha contra los “miasmas” que autorizarían distintos modos de intervención para su erradicación. Así, la laicización gradual de los establecimientos asistenciales existentes es paralela a los comienzos de la profesionalización de la medicina y de la aparición de la preocupación pública por cuestiones de salud, en particular con el Departamento Nacional de Higiene (DNH).

En los años ’30, sin embargo, la salud continuaba siendo un asunto en parte privado, en parte asociativo, en parte filantrópico-caritativo. En efecto, fuera de los fondos previsionales que prestaban algunos servicios y de los seguros de accidentes de trabajo previstos en la ley de 1915 pero sólo parcialmente en pie, la Argentina siguió careciendo de esquemas de protección colectiva sistematizada de salud. Las políticas de salud pública siguieron teniendo una modalidad ad hoc, con el Estado coordinando intervenciones en salubridad o control de enfermedades  infectocontagiosas, y promoviendo a las instituciones privadas (en su mayoría, una vez más, mutualistas de base étnica) para que soportaran la mayor parte de la responsabilidad de la atención a los sectores de escasos o nulos ingresos monetarios. Ni las iniciativas del DNH para una mayor coordinación entre las instituciones privadas, municipales y nacionales; ni los distintos proyectos legislativos que en la década de 1930 y comienzos de la de 1940 proponían la centralización o coordinación de los servicios sanitarios argentinos tuvieron éxito alguno.

Por debajo del mercado de trabajo libre en expansión y de las redes de protección mutualista el sistema asistencial mantiene estabilidad relativa, en franca continuidad respecto del pasado, como instrumento de política social en la Argentina.

El pasaje de la caridad de Antiguo Régimen a la filantropía liberal se manifiesta ya, sin embargo, con cierta claridad: una población asistida fijada por un conjunto de instituciones cerradas, la población sobre la cual actúa “la Beneficencia”, empieza a estar definida por la asociación mecánica entre inmoralidad y miseria en un mundo en donde la moralidad y el trabajo son vistos como instrumentos de movilidad social ascendente. Así, el sistema asistencial que dominan la Sociedad de Beneficiencia de la Capital y sus símiles del Interior es problematizado por primera vez en una clave propicia a la funcionalización de la asistencia respecto del mercado de trabajo.

El diagnóstico que se abre camino, aunque sin convertirse en hegemónico, es que debía revisarse el singular esquema por el cual la asistencia social era financiada mayoritariamente por recursos públicos pero gestionada privadamente, con niveles altos de personalismo y discrecionalidad, y con formas de control social y político arcaicas. La propia élite estaba problematizando la disfuncionalidad sistémica y la irracionalidad económica de una intervención que, adecuadamente reformada, podía ponerse al servicio de la formación de un mercado de trabajo más amplio, de mayor movilidad y de mejor calidad. El “cambio de paradigma” enfrentó, sin embargo, una fuerte resistencia en la opinión de una parte de la élite reacia a desmontar el dispositivo filantrópico- caritativo y/o a extender la esfera de acción del Estado.

 

 

En los años ’30, sin embargo, la asistencia social sigue transitando el pasaje de una filantropía no demasiado sistemática a una asistencia social relativamente laicizada y profesionalizada. La crisis económica introdujo la idea de que la pobreza podía ser (también) un fenómeno coyuntural propio a las oscilaciones de la economía capitalista. Se abre paso gradualmente, así, una concepción de la pobreza como situación que incumbe a la sociedad reparar, y una noción del empleo como condición que el Estado debe normalizar y proteger. La asistencia social sigue teniendo el carácter de recurso del que el Estado debe disponer para sanear el cuerpo social, cuyo motivo esencial es una pedagogía disciplinatoria de los sectores populares, ideada por hombres y ejecutada por mujeres sobre mujeres, especialmente sobre el binomio madre-hijo 1157. Pero ese carácter coexiste conflictivamente con la preocupación de “administrar una población” constituida como “capital humano”, reorganizando las intervenciones de manera de garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo urbana. En esta lógica, sobre la cual se inscribiría la asistencia social moderna, se asienta el surgimiento del Servicio Social.

martes, 15 de noviembre de 2022

La acción comunitaria: transformación social y construcción de ciudadanía

Resumen

A lo largo de este artículo se exponen algunos de los rasgos definitorios de la acción comunitaria, tanto en cuanto a las opciones sustantivas como metodológicas que ésta implica. Los principales elementos están extraídos del Marco municipal para la acción comunitaria del Ayuntamiento de Barcelona, documento impulsado desde el Servicio de Promoción Social y Acción Comunitaria de la Dirección de Bienestar Social, con la participación de los referentes de acción comunitaria de los distritos de la ciudad, y las aportaciones del grupo de trabajo de acción comunitaria del Consejo Municipal de Bienestar Social de Barcelona.

1. Comunidad y elementos que caracterizan la acción comunitaria

La comunidad implica un cierto tipo de realidad social en la que están presentes algunos elementos definitorios. Con voluntad de síntesis, se pueden destacar los siguientes:

  • Existencia de un colectivo humano al que se le reconoce capacidad de ser sujeto y protagonista de acciones y decisiones, con voluntad de incidir en el cambio y en la mejora de las condiciones de vida de las personas que forman parte de él.
  • Existencia, entre las personas que integran el colectivo, de conciencia de pertenencia, es decir, de un cierto grado de integración subjetiva en una identidad comunitaria compartida.
  • Existencia de mecanismos y procesos, más o menos formalizados, de interacción y apoyo social, es decir, de pautas de vinculación mutua y reciprocidad cotidiana.
  • Existencia y arraigo a un territorio, a un cierto espacio compartido que articula a agentes, instrumentos y contenidos para la acción. Un espacio físico, una geografía, que incorpora significados de pertenencia.

En resumen, la acción comunitaria adquiere sentido cuando se desarrolla a partir de un colectivo humano que comparte un espacio y una conciencia de pertenencia, que genera procesos de vinculación y apoyo mutuo, y que activa voluntades de protagonismo en la mejora de su propia realidad. Más allá de esta primera constatación, los procesos comunitarios se caracterizan por el hecho de que se proyectan en una doble dimensión:

  • la dimensión sustantiva, que opera como conjunto de criterios rectores de las transformaciones comunitarias;
  • la dimensión relacional y metodológica, que opera como conjunto de pautas de trabajo.

Los valores de la acción comunitaria se encuentran tanto en la capacidad de generación de cambios y mejoras sociales, como en las formas de trabajo e interacción humana que preconiza. Se trata de satisfacer necesidades y expectativas de calidad de vida y desarrollo humano, sí; pero se trata de hacerlo mediante relaciones de respeto, confianza, diálogo, creatividad o aprendizaje. Expresado en dos palabras: transformar y construir ciudadanía. La acción comunitaria se justifica en tanto que motor de transformación, de cambio tangible hacia territorios y comunidades más inclusivos. Y plantea estos cambios a partir de procesos de protagonismo colectivo, de ciudadanía activa con capacidad relacional y constructiva.

2. Tipología de acciones comunitarias

Podemos distinguir diferentes tipos de acciones comunitarias en función de tres criterios tipológicos:

  • el origen o proceso de surgimiento de la acción comunitaria;
  • el número y el grado de implicación de los diferentes agentes en la acción comunitaria;
  • el alcance de las transformaciones que se propone la acción comunitaria. 

3. Las acciones comunitarias: procesos de transformación

En el terreno de la mejora de la calidad de vida, el potencial de transformación hacia niveles elevados de cohesión social y bienestar cotidiano –objetivo estratégico de cualquier proceso comunitario- depende de manera muy directa de dos variables:

  • La capacidad de aplicar estrategias y proyectos de acción en múltiples dimensiones (sociales, educativos, residenciales, urbanísticos, culturales, economicolaborales…) desde procesos de autonomía y participación personal y asociativa. Es decir, implicación social con voluntad de actuar para transformar y mejorar.
  • La capacidad de articular la acción por la igualdad con el reconocimiento de todas las diferencias; de la diversidad expresada y vivida en positivo, como valor compartido. Y de articular esta diversidad con el establecimiento de pactos y marcos cívicos y convivenciales sólidos. 

4. Los procesos comunitarios como construcción de ciudadanía

El instrumental metodológico, relacional y de maneras de trabajar de la acción comunitaria presenta una diversidad y riqueza elevadas. De entre los elementos más claramente vinculados con dinámicas participativas y de construcción de ciudadanía, destacan los siguientes:

Autonomía y responsabilidad

Los procesos comunitarios requieren la construcción conjunta de problemas y soluciones: las aportaciones individuales se convierten en un componente imprescindible. Se trata de incorporar a gente con capacidad de aportación, desde su propia subjetividad, autonomía y reflexividad. En definitiva, incentivar actitudes de responsabilización personal, que tiendan a la implicación en el proceso comunitario compartido.

Confianza y respeto

Más allá de las aportaciones personales, los procesos comunitarios requieren la construcción de vínculos y relaciones de confianza y reciprocidad; reconocimiento, valoración y respeto por las funciones y los roles de los demás. La confianza se convierte en un agente clave para generar percepciones y dinámicas de coresponsabilidad.

Deliberación y transparencia

La participación comunitaria no se suele articular en el entorno de dilemas y dicotomías simples; la construcción de proyectos y alternativas requiere una deliberación de calidad, con una fuerte carga argumental. Y con el máximo posible de transparencia en cuanto a flujos de información y conocimientos.

Conflicto e innovación

En la acción comunitaria, el trabajo desde pautas cooperativas y la búsqueda de complicidades y acuerdos no implican negar la existencia de conflictos, ni de desigualdades y asimetrías en las raíces de dicho conflicto. Significa, eso sí, la apuesta por la gestión del conflicto desde el diálogo como principio regulador básico; y la consideración de las contradicciones como ventanas de oportunidad para la creatividad y la innovación social.

Complejidad y articulación de redes

La acción comunitaria tiene que contribuir a superar la tradicional desconstrucción de los problemas desde lógicas sectoriales. Ha de tender a reconocer su carácter complejo y multidimensional. La construcción de respuestas requerirá la confluencia de agentes y la articulación de redes sobre la base de interdependencias. Los procesos comunitarios deben tender a superar los monopolios y las jerarquías rígidas, generando espacios plurales de decisión y alianzas para la acción partiendo del reconocimiento cruzado de capacidades y límites.

Dinamismo y aprendizaje

Los procesos comunitarios implican la posibilidad abierta y permanente de adquisición de habilidades, de conversión de experiencias en aprendizajes. Requieren formas de trabajo dinámicas que superen la dicotomía planificación/gestión, hacia formas flexibles de revisión de procesos y contenidos, en el marco de proyectos y visiones estratégicas sólidas.

Proximidad y dinámicas sostenibles

La metodología comunitaria arraiga en la proximidad y en la capacidad de desarrollo endógeno del territorio. Hay que partir de los recurso ya existentes y de su puesta en valor, para promover su inclusión y adaptación en el proceso comunitario. Los procesos comunitarios se han de sostener en el tiempo, más allá de la aportación coyuntural de recursos extraordinarios. En este sentido, es básico partir de lo que ya existe y generar dinámicas y recursos bien asentados en las capacidades comunitarias de hacerlos sostenibles.

5. Los planes de desarrollo comunitario

a) Qué es un plan de desarrollo comunitario

En el marco global de la acción comunitaria, se sitúan –como tipología concreta- los planes de desarrollo comunitario (PDC). Todo lo que se ha ido desgranando hasta ahora de los procesos comunitarios, establece un marco de referencia de aplicación directa a los PDC. Sin embargo, podemos concretar más y ofrecer una propuesta de definición concreta y acotada de un plan de desarrollo comunitario:

“Un proceso político de acción comunitaria, con una fuerte dimensión en el terreno educativo y de los valores, que a partir de una visión global persigue un abanico de transformaciones y mejoras de un territorio, con la finalidad de aumentar la calidad de vida de sus ciudadanos y ciudadanas. Un proceso donde la participación se convierte en la estrategia y el elemento metodológico básico para conseguir sus objetivos.”

Desarrollemos ahora esta definición:

  • Se trata de un proceso político en el sentido más profundo del término, es decir, un proceso que tiene lugar en la esfera pública y alrededor de una agenda temática de carácter público: la salud, la educación, la atención social, la vivienda, el urbanismo…
  • Su dimensión educativa hace referencia a un proceso donde se trabaja el cambio de valores, en paralelo y como medio para conseguir los objetivos de mejora social.
  • Visión global. Los PDC incorporan una dimensión de proyecto de barrio o de territorio, es decir, de visión integral y articulada de los procesos de transformación y mejora necesarios. El abordaje concreto será flexible: desde una actuación integral o a través de un eje de transversalidad potente.
  • El espacio territorial, normalmente el barrio, es el marco que articula los PDC. El barrio como espacio de pertenencia, de relaciones sociales de proximidad, de creación de capital social y relacional comunitario. Y el barrio también como espacio con significado político, relevante para la planificación y la prestación de servicios públicos.
  • Participación. Los PDC son un tipo de acciones comunitarias que promueven una alta implicación de todos los agentes relacionados con el territorio (servicios públicos de proximidad, vecinos y vecinas, tejido asociativo, agentes económicos…). Así como la posibilidad de implicación de otros agentes externos que pueden aportar capacidades de reflexión y acción (universidades, fundaciones…).

Los agentes de los planes de desarrollo comunitario

Se puede afirmar, en síntesis, que los planes de desarrollo comunitario son la expresión más integrada y articulada de las acciones conformadas a partir de principios y metodologías comunitarias. Implican un cierto pacto de barrio, con elementos de diagnóstico y acción compartida, entre los principales agentes del territorio alrededor de un conjunto de temáticas clave. En otros términos, los planes de desarrollo comunitario expresan y cristalizan en un territorio concreto los valores fundamentales de la acción comunitaria. Los PDC son iniciativas que fijan el objetivo de conseguir mejoras sustantivas en las condiciones de vida de los barrios (procesos de transformación); y son iniciativas que tratan de fortalecer la capacidad de implicación social y de convivencia vecinal en la diversidad (procesos de construcción de ciudadanía).

b) El marco metodológico. Cómo se configura un PDC

Los PDC se basan en una metodología de proceso: el mismo acto de caminar nos muestra el camino. Por tanto, no la podemos enmarcar en un esquema puramente lineal. En algunos momentos se encabalgarán diferentes fases del proceso; o bien se llevarán a cabo en un orden u otro dependiendo de la realidad social, del punto de partida, o de las capacidades y las voluntades de los diferentes agentes implicados. La construcción de relaciones de confianza, la generación de conocimiento compartido, la evaluación continua de la acción, la deliberación para la reorientación de las acciones, son elementos que podremos encontrar de manera simultánea con más o menos intensidad a lo largo del proceso. Sin embargo, el proceso necesita un cierto marco metodológico, que tendrá que incorporar necesariamente dos tipos de espacio-tiempo: a) espacios, momentos y fases más abiertas, que permitan sumar nuevos agentes, nuevas opiniones, nuevos recursos… b) espacios y momentos más estables, que permitan sintetizar, negociar y acordar, construir retos compartidos, diseñar acciones de manera conjunta, priorizar, y fijar esquemas organizativos para poder llevarlos a cabo.

Destacamos cuatro componentes que configuran el entramado secuencial y metodológico de un PDC:

  • El diagnóstico comunitario y participativo

El diagnóstico comunitario, proceso y documento compartido por los agentes implicados –políticos, técnicos y ciudadanía-, configura el mejor punto de partida para un plan de desarrollo comunitario. Aunque no es imprescindible, el diagnóstico comunitario se convierte en una herramienta clave; tanto para el documento o producto final que se obtiene, como –sobre todo- por el abanico de oportunidades relacionales y participativas que se abren en su proceso de elaboración:

– La identificación de los agentes presentes en el territorio: el número y el tipo de agentes, la densidad y la intensidad de sus interacciones, los ejes de afinidad o de conflicto, y los espacios y los momentos clave de encuentro en la vida del barrio.

– La comunicación y la creación de nuevas pautas de relación entre la ciudadanía, los servicios de proximidad y las instituciones. Si el PDC ha de ser un proyecto participativo, el diagnóstico comunitario puede asentar las bases, generando aquellos primeros espacios de comunicación e intercambio que posteriormente tendrán que convertirse en espacios compartidos para la acción.

– La construcción de conocimiento de manera compartida, sobre la situación de la comunidad y el territorio de referencia. Síntesis e interpretación tan acordada como sea posible de los datos e informaciones socioeconómicos y demográficos disponibles. La construcción compartida y pluralista de conocimiento permite acordar la definición de problemas como paso previo a la negociación de las respuestas necesarias.

El diagnóstico comunitario tiene que ser un proceso: a) que incluya la voluntad de recoger percepciones y opiniones del máximo número posible de agentes; b) realizado a partir de criterios rigurosos y de profesionalidad: el equipo que dinamiza y coordina el proceso de diagnóstico acumula un capital relacional y de conocimiento que, posteriormente, se tendrá que proyectar sobre el despliegue del plan.

  • El acuerdo para el desarrollo comunitario

El acuerdo para el desarrollo comunitario es el documento político y contractual que, en la fase inicial del PDC, firman los agentes institucionales y asociativos implicados, y que establece los compromisos de cada parte, formula los objetivos y fija los marcos organizativos de trabajo.

– Es un documento de compromiso político.
– Es un documento de carácter contractual.
– Es un documento de referencia técnica.
– Es un documento de transparencia y control ciudadano.

El acuerdo es un documento político porque recoge las actuaciones acordadas, que serán los ejes de trabajo de las instituciones y entidades participantes. Sin embargo, incorpora una importante dimensión de instrumento de carácter contractual: los acuerdos son vinculantes, y las partes firmantes adquieren la obligación de desplegarlos. Así pues, queda reforzada la garantía que se destinarán los recursos económicos, humanos e infraestructurales acordados. Además, el acuerdo establece el marco de referencia organizativo del plan, que después se tendrá que ir concretando y revisando. Finalmente, el acuerdo opera como un instrumento que permite el seguimiento y el control democrático y ciudadano de los compromisos y los acuerdos tomados.

  • Los recursos humanos y la estructura organizativa

No existe un modelo único y rígido de estructurar la organización de un plan comunitario; sin embargo, es importante señalar y fijar los tres niveles de intervención presentes.

El nivel de impulso institucional

Es un nivel de integración y diálogo entre la gama de agentes presentes; de impulso, dinamización y promoción política del proceso; de establecimiento de directrices, objetivos y propuestas generales; y de seguimiento global del plan. Este nivel se articula en la Comisión Institucional en tanto que espacio de trabajo; esta instancia se tendrá que reunir como mínimo una vez al año, y con carácter extraordinario a solicitud de cualquiera de las partes que la conforman.

El nivel de dirección técnica

Es el nivel que impulsa y dirige el proceso de implementación del PDC. Diseña el plan de trabajo anual, lo calendariza, incorpora propuestas de las comisiones de trabajo, vela por la transversalidad y la subsidiariedad, dinamiza la participación social. Este nivel se concreta en la Comisión Técnica, donde se reúnen los responsables técnicos de las administraciones y los comunitarios, con participación también de representantes de la red asociativa. Se reúnen con periodicidad trimestral.

El nivel de gestión operativa

Es el nivel donde se concretan y se hacen tangibles las actuaciones y los proyectos del plan comunitario. Participa el personal técnico de los servicios públicos y los comunitarios o de proceso. Está conformado por comisiones de trabajo y equipos de proyecto, de naturaleza variable en función del mismo avance del plan.

  • Los recursos económicos e infraestructurales

Más allá del conjunto de recursos humanos que, de manera exclusiva o compartida, las administraciones públicas vinculan a cada PDC, éstos deben contar con:

    • Recursos económicos específicos. Las administraciones públicas implicadas acuerdan las aportaciones respectivas a cada plan comunitario. Estas aportaciones se hacen efectivas mediante los canales que cada institución tiene establecidos. Cada plan, adicionalmente, tendrá su propia estrategia de obtención de recursos, y de diversificación de las fuentes de financiación, ya sea por la vía de patrocinios o bien de subvenciones por parte de entidades privadas, fundaciones u otros agentes sociales.
    • Recursos infraestructurales. Hay que establecer las vinculaciones necesarias entre la red de equipamientos públicos de proximidad y las necesidades de espacios físicos de los procesos de acción comunitaria. Los equipamientos públicos al servicio de los PDC han de convertirse en verdaderos puntos de referencia, marcos físicos que, por un lado, satisfagan los requerimientos de espacio que comporta la ejecución de los programas comunitarios y, por el otro, incorporen una cierta dimensión simbólica que identifique el proceso de transformación comunitaria del barrio, no únicamente para el colectivo de personas más directamente vinculados, sino para el conjunto del tejido asociativo y de los vecinos y vecinas del barrio.

ACCIÓN ASOCIATIVA Y CUIDADANÍA COMÚN ¿La sociedad civil como matriz de la res publica?

 Microespacios de reciprocidad, de sociabilidad y de solidaridad

El segundo argumento se centra menos en la autonomía personal que en los vínculos de reciprocidad, sociabilidad y solidaridad asociativa. Si tomamos el ejemplo de las asociaciones cívicas, sus miembros suelen estar implicados en varias asociaciones y participan de modo recurrente en acciones, reuniones o manifestaciones comunes. Acaban por conocerse entre sí, comparten experiencias y trayectorias cuando son de la misma generación, tienen relaciones de complicidad y competencia, de alianza y antagonismo, y también a veces de amistad. Pertenecen al mismo mundo, participan de la misma cultura cívica, viven las mismas efervescencias políticas, comparten la misma memoria colectiva. Utilizando el término de C. H. Cooley, una especie de sociabilidad primaria se establece en esas redes de interconocimiento y de reconocimiento. Es fundamental en el despliegue de las acciones Aprendiendo a ser ciudadanos. Experiencias sociales y construcción de la ciudadanía entre los jóvenes.

Es algo así como el reverso interpersonal de los logros públicos: se supone que la vida pública rompe con los vínculos de sociabilidad primaria, se nutre de ellos para luego desprenderse de ellos. La oposición entre las relaciones de orden privado y público tiene una pertinencia descriptiva en el sentido de que da cuenta de modos diferentes de compromiso. Sin embargo, no hay que radicalizarla. La observación muestra toda clase de tensiones entre «pertenencias», «afiliaciones» «fidelidades» de proximidad, «implicaciones personales» como consecuencia de bienes o servicios amenazados y la perspectiva de un interés general, de un bien común o una utilidad pública (Thévenot, 1999). Si las asociaciones no se hallasen ancladas en redes de sociabilidad primaria, la experiencia pública y la acción pública no serían quizá posibles.

A veces, la reciprocidad se interpreta en otro sentido, el de la lógica del don, analizada por Mauss (1925), según la cual entre los que dan y los que reciben — tiempo y energía, consideración y cariño, a veces dinero, bienes y servicios— se traman vínculos. En los lugares de proximidad, ese «toma y daca», regido por la triple regla de dar, devolver y recibir, genera una «red de donaciones entrecruzadas» entre personas agradecidas, acreedoras y deudoras entre sí. La lógica del don (Godbout, 1992; Caillé, 1997; Chanial, 2001) genera relaciones de reciprocidad y solidaridad y también de confianza y reconocimiento entre miembros que acaban sintiéndose vinculados al mismo bien común. Éste es el caso de las cadenas de ayuda mutua en las asociaciones de servicios a los mayores, en las que los más jóvenes y sanos dan su tiempo a las generaciones mayores o en las asociaciones de alcohólicos anónimos en las que los alcohólicos curados o arrepentidos ayudan a los dependientes a superar su adicción. Sea como sea, la lógica del don va más allá de un ámbito puramente comunitario: se produce también en una «sociedad de extraños» en la que se da de forma impersonal. Es el caso por ejemplo de las asociaciones de donantes de sangre que crean una especie de solidaridad universal entre vivos; es el caso también de la mayoría de las asociaciones de ayuda mutua en las que el don es unilateral y no está vinculado a condiciones de pertenencia (Revue du Mauss, 1997). En ese caso, no se puede concebir la reciprocidad como un cálculo de intereses, ni tampoco se encierra en un «entre nosotros» no inclusivo (Wuthnow, 1991: 299). La lógica del don da pie a formas de sociabilidad y solidaridad que van más allá del vínculo con grupos primarios.

En consecuencia, lo importante es que la lógica del don no se encierra en preocupaciones domésticas o comunitarias sino que se abre a la vida pública. Es un soporte de discusiones o cooperaciones cívicas orientadas hacia bienes públicos (Laville et al., 2001). Las redes de sociabilidad secundaria rebasan las meras relaciones de intimidad, familiaridad o proximidad. La vida asociativa no se circunscribe a relaciones circulares de persona a persona, no es sólo vivida en la intimidad de los pequeños círculos. Entra en juego un tercer actor, «el público» — cuyos miembros no están directamente afectados por un problema, sino que se ven implicados, sienten deseos de verdad y sentimientos de justicia sin que les mueva ningún interés; son como jueces de un tribunal de la razón o como operadores de una inteligencia colectiva. La acción asociativa no se refiere sólo a problemas de ámbito personal y no se despliega sólo en un cara a cara dentro de pequeños colectivos. La palabra asociativa suelta paulatinamente sus amarras de proximidad de las que aleja sus objetos y objetivos para desplegarse en tercera persona y dirigirse a públicos generales. Los procesos de movilización, participación y representación en asociaciones cívicas permiten que abunden los vínculos entre ciudadanos corrientes, sin presunción de estatus social, cultural o religioso. Les dan puntos de acceso a formas de experiencia pública, iniciándolos en modos de reciprocidad y también de transitividad que van más allá del toma y daca y apuntan hacia un bien público.

Redes de acumulación de capital social
Sin embargo, esas sutilezas se pierden en la problemática, muy difundida ahora, del «capital social» que ha centrado la reflexión de R. Putnam sobre la sociedad civil (Putnam, 2000). Según Putnam, el desinterés por las asociaciones sería el síntoma del deterioro del civismo republicano y del auge de un individualismo consumista.
A diferencia de las cuestiones planteadas anteriormente en el análisis en términos de reciprocidad, el capital social se reduce a otro recurso más, a otro tipo de capital a añadir a los repertorios de capitales económicos, informacionales, políticos o culturales. Ese capital social se adquiere, se invierte, se acumula y se reproduce.
Se pone el acento en los vínculos horizontales de reciprocidad que enriquecen el sentido de las normas, la cantidad de confianza y la entrada en redes que favorecen el compromiso cívico y, a través de un círculo virtuoso, densifican esos vínculos horizontales de reciprocidad. La «conectividad social» se considera un bien público en sí mismo.
Sin embargo, el análisis plantea una serie de problemas (Cohen, 1999). ¿No amenaza la reciprocidad interpersonal con encerrar a un colectivo en una pequeña comunidad? ¿Cómo pasamos de la confianza entre próximos a la confianza entre ciudadanos que no se conocen entre sí? ¿Se puede derivar el interés público de esos juegos de relaciones díadicas? Putnam utiliza para su análisis la distinción entre bonding y bridging (Gittel y Vidal, 1998). Al igual que las organizaciones fraternales étnicas o los clubes de sociabilidad elitista, las bonding associations son formadoras de «identidades exclusivas» y de «grupos homogéneos». Permiten que las clases dominadas tengan formas de apoyo mutuo, que los movimientos feminista o negro se inventen una identidad colectiva y tengan un sentimiento de orgullo o, en el otro extremo del espectro, que unos hombres de negocios se conozcan y puedan emprender estrategias comunes. Aunque pueden también —y éste es un punto que Aprendiendo a ser ciudadanos. Experiencias sociales y construcción de la ciudadanía entre los jóvenes Putnam 33 no considera— generar una desconfianza paranoica hacia el exterior y, al igual que muchos partidos revolucionarios, degenerar en grupúsculos de iluminados que reproducen el drama del terror jacobino. Sin llegar a esos extremos, pueden también reforzar procesos de discriminación o estigmatización y apoyar grupos de interés cínicamente autocentrados.
¿Cómo la lógica del capital social puede fundar la tolerancia y la solidaridad entre anónimos y, sobre todo, el consentimiento de la ley y la legitimidad del gobierno?
¿Por qué los vínculos verticales no parecen producir en Putnam más que desconfianza y desinterés? ¿Son acaso meros modos de explotación y dominación? ¿Se debe proscribir la experiencia de la autoridad pública? ¿No son capitalizables las relaciones asimétricas y no pueden resultar beneficiosas? Al imponerse a todos, ¿no es el Estado de derecho fuente de estabilidad y confianza?
¿No genera acaso normas de alcance general que no pueden surgir de modo espontáneo desde espacios de interacción? Todos esos puntos siguen siendo oscuros en Putnam que se conforma con esgrimir series estadísticas con la adhesión a formas heterogéneas de sociabilidad y de asociación y con lanzar gritos de alarma por la pérdida del sentido cívico y el desinterés por la vida política. Sin embargo, no resulta muy evidente que la confianza cívica generalizada, el consentimiento de la ley, las costumbres de cooperación, la capacidad para tolerar estilos de vida diferentes y poner entre paréntesis los intereses particulares, para compartir beneficios con los demás y escuchar respetuosamente sus puntos de vista, sean puros efectos del «capital social». Esos elementos presuponen la existencia de un Estado de derecho y, como contrapunto, el despliegue de públicos cívicos y políticos. Sin la garantía de que las leyes, los derechos y las sanciones son idénticas para todos, sin la referencia a una cultura pública encarnada en instituciones públicas y sin el reconocimiento de que los ciudadanos pueden aspirar colectivamente a bienes públicos, la noción de capital social pierde todo sentido cívico y político. Aunque la participación en partidas de bridge o de bolos, en coros religiosos y en comidas dominicales al aire libre sea sin duda fuente de sociabilidad y socialización, no por ello garantiza una mayor vitalidad de la vida pública (Boggs, 2001). Y la desmultiplicación de los vínculos sociales, contabilizada por la densidad y la frecuencia de los contactos asociativos, no basta para imbuir moralidad cívica en los ciudadanos, inculcarles el sentido de la res publica, abrir nuevos foros públicos y relanzar la creatividad política.


El Estado Social en la Argentina