martes, 22 de noviembre de 2022

El Estado capitalista clásico en la Argentina -


En la Argentina, la condición de cambio del trabajo forzoso al trabajo libre vino de la mano de la inmigración transatlántica masiva en un contexto de expansión de las relaciones capitalistas urbanas y rurales.

Hasta entrada la segunda mitad del siglo XX, el tributo y los servicios personales que las comunidades indígenas del Noroeste y Nordeste debían al encomendero colonial se transformaron en arrendamientos pagos en moneda o especie a un terrateniente propietario, o en impuestos a un Estado titular de tierras fiscales. La mano de obra flotante o estacional necesaria para las nuevas explotaciones, indígena o mestiza, se obtenía y se retenía con sistemas de trabajo semiservil –el conchabo– hechos obligatorios en la práctica por métodos represivos. El juego de la consolidación de la inserción  económica internacional, la expansión de las relaciones económicas capitalistas y la inmigración transatlántica masiva, a partir de la década de 1860, contribuyeron a transformar la división social del trabajo hacia formas de salarización libre en las economías urbanas de manufacturas y servicios, aunque sólo parcialmente, con fuertes diferencias regionales, en el mundo rural y centros urbanos del interior.

Al mismo tiempo, la rápida generalización de relaciones salariales produjo el surgimiento de conflictos entre capital y trabajo e intervenciones estatales predominantemente (aunque no exclusivamente) represivas. Los conflictos que la propia época denominará “cuestión social” serán progresivamente protagonizados por los nuevos inmigrantes asalariados, el problema de infraestructura urbana que representan, y su “indisciplina” respecto de las condiciones prevalecientes de salarización. La “cuestión social” despertó dos actitudes dispares entre las cuales vacilaron la élite y su aparato estatal: la liberal reformista, dispuesta a negociar una regulación del conflicto entre patrones y empleados por parte del Estado y las leyes; y la actitud represiva, que asimilará esos conflictos con una amenaza al orden social que debía ser combatida a todo precio. Sin embargo, mientras que la primera actitud no se materializará sino marginalmente en las intervenciones públicas y en la legislación, la segunda estará en el origen de instrumentos represivos como la Ley de Residencia (1902), la figura jurídica del

Estado de Sitio y la Ley de Defensa Social (1910), las estrategias de las instituciones policiales y penitenciarias.

La inmigración le dará además un giro característico al mundo del trabajo urbano: las formas asociativas de protección social. Las propias características del empleo disponible y del mercado de trabajo, combinadas con una oferta nueva y segmentada, hicieron de las organizaciones mutualistas una instancia clave en la autoprotección de los trabajadores. Se manifiesta así un desarrollo, aún incipiente, de esquemas de seguros capaces de sostener el ingreso de los asalariados frente a los “riesgos” más acuciantes de la vida activa: la vejez y la muerte. A principios de siglo, sólo los trabajadores de la administración pública central (militares, maestros y administrativos) poseían sistemas de jubilaciones y pensiones que habían comenzado a establecerse en 1877. Aunque las asociaciones de obreros asalariados y las de origen étnico diseñaron sistemas de protección homólogos a los de la jubilación pública, e incluso de previsión de enfermedades y accidentes, las iniciativas del Estado para darles extensión y sistematicidad encontraron (salvo con la Ley de Accidentes de Trabajo de 1915, que no implicaba aportes de los asalariados) una importante oposición gremial a sistemas que veían como expoliadores y reductores de la autonomía de los sindicatos y sus asociados.

La política de servicios universales, en la Argentina, aparece también vinculada al descubrimiento de la importancia estratégica de la población y sus condiciones de vida. Esta preocupación por la población estaba presente, como se sabe, en las especulaciones de la élite sobre la ocupación de los espacios vacíos y la conformación de contingentes de brazos capaces de producir trabajo y riqueza, tal y como aparecen en los escritos de Sarmiento y Alberdi. En las últimas décadas del siglo XIX esta preocupación incorpora los dilemas propios a las consecuencias de la inmigración masiva: las condiciones de vida en una ciudad sobrepoblada, la “nacionalización” cultural de los recién llegados. Es el origen de la esfera de las intervenciones públicas universales o universalizantes, dentro de las cuales puede comprenderse la aparición del sistema de educación pública básica y, con el auge del higienismo, un campo propio a la sanidad y la salud pública, diferenciado del mundo asistencial filantrópico-caritativo.

Durante los primeros años de la década de 1880 aparecen las iniciativas, las  leyes regulatorias y las primeras inversiones sistemáticas del Estado en la creación de un sistema de educación básica de carácter nacional. La educación básica pública fue presentada como proyecto de ley en 1880 y aprobada luego de un fuerte debate, sumamente polarizado, entre progresistas y católicos. El resultado fue un sistema de instrucción laica y obligatoria hasta los 14 años de edad, que tuvo el doble efecto de sustraer la formación básica de los sectores populares de la esfera de la beneficencia y de la esfera eclesiástica; y de proveer una homogeneidad básica en la heterogeneidad geográfica y cultural de la sociedad de fin de siglo. La expansión de la escolarización primaria fue notoria, pasando de un 20% de la población en edad escolar, según el Censo de 1869, a casi el 50% en las cifras del Censo de 1914. Las tasas de analfabetismo, entre estos dos censos, caen por su parte del 77% al 35%.

La educación media pública tuvo desde sus inicios un estilo civista enderezado a proveer los cuadros esenciales de la propia administración estatal. Aunque la multiplicación del ingreso había sido importante, en 1914 sólo el 3% de la población en edad registraba como matriculada. La universidad pública, por último, continuaría siendo un baluarte de las clases dominantes hasta la Reforma Universitaria de 1918. Ambos sectores comienzan a experimentar un proceso de extensión e intensificación del acceso de la población durante los años ’20 y ’30; aunque su masificación definitiva es un proceso posterior, indivisible del cambio en las condiciones socioeconómicas de los asalariados que se produce en los años ’40.

Antes que los dilemas de la instrucción, las grandes epidemias –en particular la de fiebre amarilla (1871)– sobre unos núcleos urbanos en rápida expansión determinarían que los problemas de la salud y la enfermedad ingresaran con creciente relevancia a la agenda del Estado, en forma de preocupación por la higiene pública 7. Convertida la enfermedad, en particular la de tipo infeccioso, en una “cuestión social”, el higienismo se identificaría con la civilización y el progreso, en una lucha contra los “miasmas” que autorizarían distintos modos de intervención para su erradicación. Así, la laicización gradual de los establecimientos asistenciales existentes es paralela a los comienzos de la profesionalización de la medicina y de la aparición de la preocupación pública por cuestiones de salud, en particular con el Departamento Nacional de Higiene (DNH).

En los años ’30, sin embargo, la salud continuaba siendo un asunto en parte privado, en parte asociativo, en parte filantrópico-caritativo. En efecto, fuera de los fondos previsionales que prestaban algunos servicios y de los seguros de accidentes de trabajo previstos en la ley de 1915 pero sólo parcialmente en pie, la Argentina siguió careciendo de esquemas de protección colectiva sistematizada de salud. Las políticas de salud pública siguieron teniendo una modalidad ad hoc, con el Estado coordinando intervenciones en salubridad o control de enfermedades  infectocontagiosas, y promoviendo a las instituciones privadas (en su mayoría, una vez más, mutualistas de base étnica) para que soportaran la mayor parte de la responsabilidad de la atención a los sectores de escasos o nulos ingresos monetarios. Ni las iniciativas del DNH para una mayor coordinación entre las instituciones privadas, municipales y nacionales; ni los distintos proyectos legislativos que en la década de 1930 y comienzos de la de 1940 proponían la centralización o coordinación de los servicios sanitarios argentinos tuvieron éxito alguno.

Por debajo del mercado de trabajo libre en expansión y de las redes de protección mutualista el sistema asistencial mantiene estabilidad relativa, en franca continuidad respecto del pasado, como instrumento de política social en la Argentina.

El pasaje de la caridad de Antiguo Régimen a la filantropía liberal se manifiesta ya, sin embargo, con cierta claridad: una población asistida fijada por un conjunto de instituciones cerradas, la población sobre la cual actúa “la Beneficencia”, empieza a estar definida por la asociación mecánica entre inmoralidad y miseria en un mundo en donde la moralidad y el trabajo son vistos como instrumentos de movilidad social ascendente. Así, el sistema asistencial que dominan la Sociedad de Beneficiencia de la Capital y sus símiles del Interior es problematizado por primera vez en una clave propicia a la funcionalización de la asistencia respecto del mercado de trabajo.

El diagnóstico que se abre camino, aunque sin convertirse en hegemónico, es que debía revisarse el singular esquema por el cual la asistencia social era financiada mayoritariamente por recursos públicos pero gestionada privadamente, con niveles altos de personalismo y discrecionalidad, y con formas de control social y político arcaicas. La propia élite estaba problematizando la disfuncionalidad sistémica y la irracionalidad económica de una intervención que, adecuadamente reformada, podía ponerse al servicio de la formación de un mercado de trabajo más amplio, de mayor movilidad y de mejor calidad. El “cambio de paradigma” enfrentó, sin embargo, una fuerte resistencia en la opinión de una parte de la élite reacia a desmontar el dispositivo filantrópico- caritativo y/o a extender la esfera de acción del Estado.

 

 

En los años ’30, sin embargo, la asistencia social sigue transitando el pasaje de una filantropía no demasiado sistemática a una asistencia social relativamente laicizada y profesionalizada. La crisis económica introdujo la idea de que la pobreza podía ser (también) un fenómeno coyuntural propio a las oscilaciones de la economía capitalista. Se abre paso gradualmente, así, una concepción de la pobreza como situación que incumbe a la sociedad reparar, y una noción del empleo como condición que el Estado debe normalizar y proteger. La asistencia social sigue teniendo el carácter de recurso del que el Estado debe disponer para sanear el cuerpo social, cuyo motivo esencial es una pedagogía disciplinatoria de los sectores populares, ideada por hombres y ejecutada por mujeres sobre mujeres, especialmente sobre el binomio madre-hijo 1157. Pero ese carácter coexiste conflictivamente con la preocupación de “administrar una población” constituida como “capital humano”, reorganizando las intervenciones de manera de garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo urbana. En esta lógica, sobre la cual se inscribiría la asistencia social moderna, se asienta el surgimiento del Servicio Social.

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